domingo, 30 de octubre de 2016

LUGARES DE CÓRDOBA DONDE NO PASARÍAS LA NOCHE (2)




   Como cada tarde de jueves después de dejar a mi hija en el conservatorio de danza, dirijo mis pasos hacia la Biblioteca pública Provincial de Córdoba. No es que sea un tipo estudioso, ávido de lectura. Es más simple: en invierno hace mucho frío como para estar dos horas vagando por las calles sin rumbo fijo mientras espero a que termine mi hija sus clases. La biblioteca, a escasos metros del conservatorio, me ofrece un cómodo sillón donde sentarme, una agradable temperatura, tranquilidad, agua fresca y conexión Wi-Fi para mi iPad. Y todo completamente gratis. ¿Qué más se puede pedir? Esa es mi rutina semanal. Una rutina rota cuando hace unos días, en vez de seguir mi habitual camino hasta la biblioteca, cambié de rumbo y me encaminé hacía uno de los edificios más simbólicos de Córdoba.


   Dicen que los espectros, las apariciones, viven en una realidad sin espacio ni tiempo. Muchas veces es porque no saben salir de ahí, porque no se han dado cuenta de que están muertos. Vagan por los lugares donde fallecieron sin saber que han abandonado el mundo de los vivos, arrastrando sus antiguos traumas a una realidad que no les pertenece. Los antiguos hospitales son lugares propensos a albergar estos peculiares inquilinos debido, dicen los expertos en la materia, al sufrimiento acumulado durante décadas entre sus paredes y al golpe fatídico que produce en las almas un repentino salto de la vida a la muerte.


   En pleno Barrio de la Judería, muy cerca de la Mezquita-Catedral y del Conservatorio Profesional de Danza Luis del Río, encontramos uno de los edificios más emblemáticos de Córdoba; un buen ejemplo de cómo era la arquitectura civil de nuestra ciudad en el siglo XVIII. Proyectado como Colegio en 1701 por el arquitecto Francisco Hurtado Izquierdo a instancias del Cardenal fray Pedro de Salazar y Toledo, es la “Muerte Negra”, una espantosa epidemia de peste sufrida en la ciudad en el año 1704 que lleva a la tumba a miles de cordobeses, unida a la deficiente situación sanitaria de la ciudad, la que provoca que el primitivo proyecto, casi acabado, abandone su concepción inicial como colegio para convertirse en un moderno hospital. El proyecto original sufre diversas modificaciones con el solo objetivo de adecuar el edificio a sus nuevas funciones hospitalarias, inaugurándose finalmente el 11 de noviembre de 1724.


   Durante más de cien años, el Hospital del Cardenal Salazar acoge en sus salas, enfermos pobres, presos, dementes e incluso durante la Guerra de la Independencia se usa como hospital militar. Es en 1837 cuando se le da una nueva utilidad, convirtiendo el viejo Hospital del Cardenal en sanatorio de enfermos crónicos, pasándose a llamar Hospital de Agudos hasta que en 1969 cierra definitivamente sus puertas que no su vida útil pues, al cesar sus funciones sanitarias, en 1971 pasa a ser Colegio Universitario, dependiendo directamente de la Universidad de Sevilla, integrándose dos años después en la recién creada Universidad de Córdoba. Hoy esta espléndida construcción funciona como facultad de Filosofía y Letras pero tras de sí arrastra un historial de casi de doscientos cincuenta años de enfermedad y sufrimiento, lugar de cultivo, como decía al principio, de sucesos extraños, espectros y apariciones.


   Bien abrigado pero con algo de frío, me muevo por las callejuelas de La Judería hasta llegar a la Plaza de Cardenal Salazar donde se encuentra la Facultad de Filosofía y Letras, lugar donde tantas y tantas veces esperé a mi novia al terminar su horario de clases. Entro por sus puertas, las mismas que protegían sus entrañas cuando se inauguró allá por el año 1724 y me adentro en el corazón del edificio. Dentro de sus muros, desde siempre, se ha tenido la creencia de la existencia de almas en pena que vagan por los pasillos del centro, de espectros de otras épocas o apariciones fantasmales que dejaron sus vidas siendo víctimas de las epidemias que asolaron a la ciudad en siglos pasados. Hay personas que sienten desasosiego al circular por sus pasillos, en el interior de determinadas aulas, o al usar las antiguas escaleras que dividen los dos patios interiores, sin embargo a mí esta vetusta edificación me produce la misma sensación de paz y tranquilidad que hace veinte años, cuando esperaba a mi novia sentado en uno de los bancos del patio principal, leyendo un libro o una revista.


   Hay testimonios de guardias de seguridad que en sus rondas nocturnas han oído fuertes ruidos en la segunda planta. Han visto la figura de un niño pequeño de unos seis años, vestido con ropas de otra época, corriendo por sus pasillos y la imagen de una persona con muy mal aspecto, con pinta de enfermo de hospital que tose repetidamente. Empleados de mantenimiento han sentido presencias a su lado, han oído que los llaman por su nombre, se han vuelto y no han visto a nadie. Empleadas de la limpieza han visto la sombra de una monja pasearse por la segunda planta… Los hechos inexplicables acompañan a este tipo de fenómenos: luces que se encienden y apagan solas, súbitas bajadas de temperatura, mobiliario que se mueve solo sin motivo aparente, contraventanas de la planta superior que se cierran y abren solas… Los múltiples testimonios de asustados testigos se han acumulado a lo largo de estos años sin que ellos mismos hayan sabido dar una explicación razonable a este tipo de sucesos que han vivido en primera persona. Al igual que en el edificio de la facultad de Derecho, se han realizado investigaciones en el interior de este recinto académico sin llegar a ninguna conclusión coherente.


   Más allá de todos estos hechos, este edificio llega a impresionar porque en él todavía se pueden observar las huellas de un pasado de siglos de uso sanitario. En las contraventanas del segundo cuerpo del patio principal aún pueden verse nombres y fechas de pacientes que allí estuvieron ingresados. Nombres grabados en la madera con un objeto punzante, usando grafía de otra época, posiblemente de puño y letra de los mismos enfermos. La mayoría de estas inscripciones se remontan a los siglos XVIII y XIX y reconozco que un escalofrío me corre la espalda al ver los nombres tallados en la madera. “Menéndez 1773”, “Pedro Alcántara de Leon, año 1798”, “Mariano Arroio, año 1800”… Nombres casi velados por capas y capas de pintura acumuladas en la madera a lo largo de los siglos. Caminando por algunas de las aulas más antiguas podemos contemplar como aún perviven los raíles por donde el personal llevaba las camillas con destino a la morgue. Señales aquí y allá de un pasado centenario, como las antiguas Capillas Alta y Baja, convertidas en la actualidad en aulas.


   Después de un largo rato de deambular por sus antiguos pasillos, prácticamente vacíos pues es víspera de exámenes y las clases se han suspendido, de sacar algunas fotos con mi móvil y de comparar mentalmente el estado actual del edificio con unas antiguas fotos del siglo pasado; fotos de cuando el edificio era aún el Hospital de Agudos, sacadas de la página web de la Universidad de Córdoba y que algunas de ellas acompaño a estas líneas, salgo a las calles de la Judería y al frío enero cordobés, imaginando todavía en mi mente al desconocido Pedro Alcántara de León, con su afilada navaja en la mano, grabando su nombre en una de las contraventanas de la planta superior del patio principal, para dejar constancia de que en el año 1798 él estuvo allí y curó de su enfermedad. O tal vez murió más tarde a causa de ella. El tiempo lo borra casi todo. Resultaría interesante pasar allí una noche. ¿Alguno de vosotros sería capaz de acompañarme? 

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