Muchos consideran que la llamada torre de la malmuerta, en Córdoba tiene un pasado legendario; pero hay tantos nombres, vestigios y coincidencias que cabe pensar puede haber más de historia de lo que algunos quisieran admitir. He aquí lo que sabemos. A comienzos del siglo XV un viejo y distinguido caballero del linaje de los Gómez de Figueroa se enamoró de una joven que podría haber sido su nieta. Muchos le aconsejaron que se olvidara de la doncella porque no iban a hacer una buena pareja, pero el anciano señor no podía quitársela de la cabeza. Y con buen motivo, pues Clara de Herrera era extraordinariamente bella, noble y caritativa, reuniendo sobradamente todas las virtudes que cualquier marido hubiera deseado para su esposa.
La señorita —en contra de lo que todos hubieran esperado— se mostró receptiva a las atenciones del anciano. Finalmente, él se decidió a proponerle matrimonio y ante el asombro de todos ella aceptó. Por las mismas razones que sedujeron a su marido, también era muy admirada por todos los caballeros de la ciudad, muchos de los cuales pensaron que no había resultado tan honrada como parecía, pues supusieron que la razón para casarse con el vejestorio era heredar su extenso patrimonio. Algunos, incluso albergaron la esperanza de llegar a conseguir algún día dos premios de una vez: una mujer extraordinaria y una gran fortuna.
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Por ello, varios solteros cordobeses aprovechaban cualquier oportunidad para ser atentos con la dama. Su marido, que la solía acompañar en muchas de sus salidas, se daba perfecta cuenta del interés que suscitaba su esposa. Por eso sufría enormemente, aun cuando su mujer no actuara impropiamente. Las continuas atenciones que su esposa recibía de hombres, muchísimo más jóvenes, y la creciente inmovilidad a la que le sometían sus achaques, no hicieron otra cosa que convertir sus sospechas en obsesión. Clara, dándose cuenta del interés que suscitaba entre tantos varones y, consciente de los celos de su marido, se prometió a sí misma hacer todo lo posible para mitigar los sufrimientos de su esposo. Por esta razón limitó drásticamente sus salidas a la calle, reduciéndolas a acudir, junto a su marido, a las ceremonias religiosas y a un reducido número de compromisos sociales.
Como toda gran señora, una de sus principales actividades era la asistencia a los más necesitados, a los que socorría habitualmente. Dado que había decidido restringir al máximo su presencia pública, decidió dejar de acudir al encuentro de los necesitados. Les dijo a todos que deberían de ser ellos quienes se acercaran a la reja de la casona que el matrimonio tenía en el barrio de Santa Marina. Así pues, a distintas horas del día los necesitados allí acudían a recibir los donativos y las palabras de consuelo que ella les dedicaba.
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Cualquier cosa que Clara hubiera hecho habría resultado baldía ya que su marido se estaba volviendo completamente loco. A tanto llegó que, incluso, creía que los mendigos eran pretendientes disfrazados que se atrevían a cortejar a su esposa en su propia casa. Imaginaba que las lamentaciones de los pobres y las palabras de consuelo de su esposa eran conversaciones de enamorados y confundía la entrega de monedas con caricias de enamorada.
Atormentado y excitado, el viejo decidió visitar a una hechicera para que le aconsejara. Una tarde, después de la siesta, acudió en su busca a la judería cordobesa y ella, después de escuchar las sospechas de su cliente, realizó unos rituales y le preparó un bebedizo que le ayudaría a ver la verdad. Tras ingerir la bebida, el viejo entró en trance y tuvo una visión de su esposa yaciendo en la cama con un joven. Muy alterado, se dirigió hacia su casa en busca de su esposa. Al encontrarla, sin mediar palabra, la asestó una puñalada en el cuello y continuó apuñalándola por todo el cuerpo hasta que Clara dejó de existir. El asesino fue prendido por la justicia y encerrado en espera de juicio.
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Dado el linaje del acusado, era el propio rey Don Enrique quien tenía la autoridad para juzgarle. Durante el juicio, numerosos testigos de todas las condiciones sociales relataron las virtudes de Clara y la inexistencia de cualquier asomo de duda acerca de su noble y generoso comportamiento. Ante tan abrumadoras evidencias el rey declaró que no había justificación alguna para su muerte por lo que el rey dijo que se escribiera que la mujer había sido “malmuerta” por su esposo. Habiendo quedado probado que el viejo actuó bajo los efectos de un bebedizo y que no era dueño de sus actos fue condenado a estar encerrado a perpetuidad. Además, dadas las características extraordinarias de su esposa, fue condenado a restaurar plenamente su memoria, que debería quedar inmortalizada como una víctima de su injusto esposo.
El rey le sentenció al viejo Gómez de Figueroa a vender todas sus propiedades, a derribar la casona donde se cometió el asesinato y construir en ese mismo lugar una esbelta torre que se llamaría “de la Malmuerta”. El asesino debería de purgar su pena en la torre hasta la muerte. En cuanto a la hechicera —que era quien había preparado el brebaje que desencadenó la tragedia— fue condenada a morir en la hoguera. La decisión del rey fue muy alabada por el pueblo ya que la torre contribuiría a mejorar las nuevas defensas de la ciudad y la ejecución sería un espectáculo más en la siguiente reunión de la feria de la ciudad con lo que acudirían seguramente más visitantes. Sin embargo, cuando los albañiles iban a levantar la torre, en el lugar de la casona derruida, se dieron cuenta de que quedaría situada varios metros fuera de las nuevas murallas. Por ello se preguntaron si era imprescindible levantar la torre exactamente en el sitio de la casona o si podrían construirla una veintena de metros más atrás, integrada con el resto de la muralla.
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La Torre de la Malmuerta en el siglo XIX y en la actualidad.
Finalmente, después de mucho deliberar, decidieron cumplir escrupulosamente con la sentencia del rey y construyeron la torre en el lugar exacto, conectándola a la muralla por un arco de medio punto. Se edificó, entonces, la torre albarrana (situada extra muros) que ha pervivido a la demolición de las murallas de Córdoba en el siglo XIX. Se cumplió así la sentencia regia de perpetuar para siempre la memoria de la bella y noble Clara Herrera, “La Malmuerta”.
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Enrique III El doliente
La leyenda coincide bastante con las investigaciones de historiadores y arqueólogos, aunque no del todo… Una cédula del rey Enrique III el Doliente, de fecha octubre de 1404, ordenó que el dinero recogido como multas a burdeles y garitos de juego, se emplease en la Torre de la Malmuerta. Es posible que la cantidad que se reunió después de haber vendido los bienes del condenado no fueran suficiente para ello; también existe la posibilidad de que se tratase de alguna u ampliación reparación posterior del edificio de la malmuerta. En general, las torres albarranas fuera de las murallas para cubrir salientes o zonas inmediatas a murallas y así evitar que sean empleados por los asediadores; más raro resulta que se edifiquen en una planicie como la de los aledaños a la ciudad de Córdoba. Y de momento la duda permanece…
El autor recomienda —por si acaso— que cuando visitemos tan fascinante monumento abundemos en tan bello e inmemorial acto de reparación post mortem, dedicándole una sentida oración a la desafortunada Clara, cuyo sacrificio pudiera haber sido imprescindible para poder hoy disfrutar de la Torre de la Malmuerta.
Texto de Ignacio Suarez-Zuloaga e ilustraciones de Ximena Maier