
20/04/2015

En nuestro desconcierto --y más aún en los primeros años de nuestra vida--, nos gusta leer o escuchar historias que nos permitan vislumbrar leves rendijas por las que se filtre un sentido sobrenatural y mágico, un mundo remoto del que tal vez venimos y al que volveremos, un poder y una gloria que como humanos no nos pertenecen. Luego vamos creciendo y nos vamos apartando de esos territorios en los que las palabras sonaban con inocencia, hasta que llega un momento en que muy raras veces volvemos a los cuentos infantiles. Y siempre nos queda la sospecha de que en aquellas palabras primeras de las que nos hemos ido alejándonos, en las primeras historias que nos contaron, o hubiésemos deseado que nos contasen, pudiera estar la clave de todo lo que nos empuja todavía, de lo que hemos seguido o pudiésemos seguir leyendo después, en una especie de necesaria reparación. El mundo no siempre es un lugar agradable y nuestra capacidad de mejorarlo no parece muy clara, a veces casi imposible, la vida no resulta sencilla, no encontramos respuestas o no las necesarias... ¡Cuánto se agradece entonces la posibilidad de sumergirnos en las páginas de un buen libro que nos muestre la vida de otro modo y nos ofrezcan un poco de alegría! El que sabe escuchar atiende las palabras. La literatura no posee el poder de cambiar el mundo, pero su mirada sobre la realidad y sobre las personas proporciona un insólito consuelo. Un libro puede sacarnos de nosotros mismos, de ese horizonte helado, un libro puede sin duda hacernos mirar y sentir de otra manera. En un buen libro puede estar el humor que nos falta, ese amor, esa nostalgia, ese paso hacia un lugar indeterminado y valioso. Ese temblor.
* Profesor de Literatura
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