martes, 23 de septiembre de 2014

El territorio del tacto

  MIGUEL ANGEL Toledano
La llegada del Equinocio de otoño nos toma este año envueltos en una nebulosa de sensaciones contradictorias: una semana más, tal vez dos, y ya tal vez nos sentiríamos preparados anímicamente para abandonar definitivamente los territorios del verano y adentrarnos en el ámbito del recogimiento. Unos días de tregua tan solo es lo que reclamamos. Unos días que nos permitan avanzar lentamente desde una ribera a la otra sin sentirnos arrastrados, ante las primeras lluvias y el desplome de las temperaturas, por una inicial comparecencia de sensaciones desconocidas. Septiembre es un mes cruel. Eliot hablaba en su famoso poema de abril --la ebriedad de la llegada de la primavera, cuando el ánimo se desconcierta y nos deslumbra la vida como relámpago veloz que sucede en silencio--, pero septiembre es el otro ángulo insomne de esa esfera en la que sentimos que el suelo se nos mueve bajo los pies.
El verano como un oasis. Un enclave de frescura en medio de tantos territorios vacíos, algo más que un alivio de caminantes o un sueño de extraviados. Aparte de un espacio estacional, el verano también incluye una idea netamente literaria más o menos referida a las posibilidades paisajísticas de la aventura. Es como si esa sola imagen que se asocia y al mismo tiempo se opone a la del desierto, el invierno, nunca hubiese dejado de remitir al extraño magnetismo de ciertas historias ancladas en la infancia y la adolescencia. Los recuerdos anónimos que pueblan los oasis veraniegos de nuestras vidas son los héroes que protagonizan --después ya para siempre en la memoria-- un litigio perenne contra las embestidas inmisericordes de la soledad. Pero los días avanzan y la realidad, como un inmenso navío, nos envuelve con sus imprevisibles cambios de sensaciones térmicas, sus abandonos y despedidas, y sus correspondientes referentes sentimentales.
Ello nos lleva en algún momento a desear que la luz no se retire tan de pronto, ¿por qué tiene que irse cuanto antes?, que se detenga un poco y nos permita una tregua amable para aclimatarnos. Porque adentrarse en el invierno es siempre una aventura inquietante y literariamente se asemeja a una especie de fin del mundo. Imagino lo que sentirían los navegantes antiguos cuando se adentraban en alta mar y ya no vieran la tierra. Todo desconcierto y fragilidad. No será fácil, porque la vida exige un ambiente ancho, extenso, pero ha de prosperar incluso en condiciones adversas, y la sensación de desolación y falta de perspectivas obligará a examinar con más intensidad las prioridades. Las hojas secas y los días cada vez más cortos nos hacen pensar en algo que se acaba, pero también en una espera de porvenir. La llegada del otoño al final nos abrirá hacia los deseados territorios del tacto.
* Profesor de Literatura