
Acabo de leerlo en un magnífico texto divulgativo de Javier Sampedro: un siglo de neurología ha demostrado, más allá de toda duda razonable, que el cerebro está compuesto por decenas o centenares de módulos especializados. No es una sorpresa en ese sentido que el comportamiento agresivo o amoroso resida en un lugar u otro de su anatomía cerebral. Pero la mayoría de las cosas que importan a la vida, y a nuestra especie, son funciones complejas. Entender un chiste, por ejemplo, requiere los módulos de la fonética, la morfología, la sintaxis, la semántica o el entendimiento abstracto, además de una interacción constructiva entre el hemisferio racional y el intuitivo.
No puede dejar de admirarnos, y de sorprendernos al mismo tiempo, ese trabajo lento, preciso, paciente y constante de tantos investigadores vocacionales que, con su trabajo generalmente anónimo para la inmensísima mayoría, logran alcanzar la localización nítida, la precisa ingeniería de circuitos y simples neurotransmisores de manual de química orgánica que está detrás de dos comportamientos tan importantes como la agresividad o el amor paternal. Las contribuciones de los machos al cuidado de la cría son muy variables, dependiendo de la especie y de la experiencia del animal. Las neuronas implicadas son tan pocas que muy bien podrían caber en el cerebro de un insecto. Y su regulación directa por las feromonas parece implicar una naturaleza casi robótica, o casi determinista, de la violencia y la preocupación por el prójimo: unos comportamientos que, en nuestra especie, no dudaríamos en calificar de morales, o de moralmente relevantes. Un misterio la regulación del comportamiento por el entorno, como esa sabia costumbre de los ríos de morir en el agua o en el aire.
En presencia de una cría, un macho puede mostrar indiferencia, pero la norma es un ataque físico al joven. Y todo esto cambia después del sexo, cuando el comportamiento del macho conmuta al cuidado paternal.
* Profesor de Literatura
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