lunes, 2 de marzo de 2015

El secreto oculto


La memoria del mundo es corta y dispersa y a veces confunde los nombres y la memoria, pero incluso ahora, cuando salgo a dar una vuelta y respirar el atardecer, revivo la imagen de aquel hombre. Su casa estaba situada en la parte más alta, en el Encinar, y nosotros éramos unos mocosos que jugábamos a hacernos los fuertes extendiendo nuestra fragilidad por todos los contornos de la imaginación. En las primeras semanas de marzo, al salir del colegio por las tardes, íbamos a buscar los frutos verdes de los almendros ya floridos y probar las primeras ayosas. Y el hombre ya estaba allí, sentado en la puerta de su casa y contemplando las lomas de la Campiña que se extendían a lo lejos. Un día le preguntamos qué era lo que miraba siempre con tanta atención, y él nos respondió: No, nada, es que disfruto viendo el campo; y además así a lo mejor algún día descubro dónde está esa luz que resplandece cada día ya al anochecer.
Nosotros no comprendíamos, pero años más tarde he llegado a creer que aquel hombre cumplía, a su manera, la misma función que los poetas. Estaba solo, abandonado como ellos al silencio y al ridículo. Solo obedecía a una voz interior que nadie escucha. No sabía de dónde viene esa voz y desconocía lo que podría decirle, aunque probablemente estaba condenado, al atenderla, a no obtener más provecho que un montón de horas perdidas. El creía que, en algún punto concreto del paisaje que cada día contemplaba, se hallaría algo hermoso y de valor enterrado. A mí eso me recordó el espacio de nuestros juegos infantiles en los que tantas veces andábamos rebuscando tesoros invisibles para nosotros. Algo maravilloso.
Ha pasado el tiempo y sigo creyendo que es bueno vivir, o imaginar vivir, en las proximidades de un tesoro. Ayuda a ver detrás de las apariencias, a considerar el mundo como lugar abierto y lleno de secretos que tenemos que descifrar. También a creer en la inminencia: que la verdadera vida está aquí, solo que oculta, y que debemos realizar el esfuerzo de alcanzarla, porque es a eso precisamente a lo que nos enseñan los tesoros más queridos, a contemplar el mundo como un dios que durmiera un sueño mágico. Tal vez por eso Benjamin afirmaba que la primera gran decepción que siente el niño es cuando descubre, no que el adulto no es más poderoso que él, sino que no puede hacer magia. Es entonces cuando se vuelve hacia su propio interior en busca de lo portentoso. No es una búsqueda distinta a la del arte, porque el arte participa de la magia en cuanto que trata de instaurar el mundo de la analogía. El arte nos ayuda a encontrar los accesos inesperados a ese lugar donde yacen dormidos todos los tesoros que existen, y también a ordenar nuestros sentimientos, sobreponernos al absurdo y a la fragmentación en que vivimos.
* Profesor de Literatura