MIGUEL ANGEL Toledano 25/05/2014   
Todos conocemos el relato mítico de la creación de Adán y de la 
indolora extracción divina de una de sus costillas, mientras dormía, 
para formar a su compañera Eva no solo como alivio de su soledad, sino 
como su creativa réplica. La versión más rastrera de esta apasionante 
leyenda se desenvolvió históricamente calificando al primero como el 
Espíritu y a la segunda como la Carne, aunque hubo mentes más sutiles en
 el primitivo cristianismo, como san Agustín, que discreparon de esta 
visión reductora al estimar cómo, en el interior del hombre, había una 
esencial parte femenina y que esta era su alma, anima     en latín, es decir, la causa de su animación    .
 Así, pues, el pecado original, producido al coger Eva el fruto del 
árbol prohibido, la tentadora manzana del discernimiento, y el probarlo 
ella y hacérselo probar a Adán, esa acción compartida, provocó la 
expulsión de ambos del encantado paraíso de la animalidad, debiendo en 
lo sucesivo vagar como dos extraños por la naturaleza, convertidos ya 
para siempre en sus insatisfechos exploradores.
 En algunas 
representaciones escultóricas de esta bella e inteligente historia, Eva 
aparece como una nadadora que se contorsiona entre un mar de vegetación,
 con la cabeza orientada hacia adelante, como apoyada en el brazo 
derecho, mientras con la mano acaricia su mejilla, quizás intentando 
tapar su mirada perdida hacia el infinito, mientras alarga su brazo 
izquierdo hasta arrancar la manzana. Atados sus pies por la serpiente y 
agarrada por una mano al árbol, la mujer solo mantiene libre la mano de 
la caricia que se abre paso. Parece el esbozo total en un solo gesto en 
el que Eva avanza nadando entre dos aguas de eternidad y tiempo.
 
Las investigaciones antropológicas más recientes, que han considerado 
crucial el papel de la mujer en la transformación domesticadora de la 
violenta horda depredadora, hacen alusión al "matriarcado original" como
 primer paso civilizador y no desmienten el legendario relato de esa Eva
 nadadora, sin la cual nada habría comenzado. Nadie habría muerto ni 
vivido. Nadie habría escogido ni amado. Sin ella, la eternidad vertical 
jamás hubiera dado paso al acontecimiento presente, que es el que separa
 el peso del pasado y los futuros. Y, aunque procede siempre, conviene 
especialmente en este momento recapacitar lúcidamente sobre la génesis 
de nuestra condición y de nuestro destino: el ser humano, hombre o 
mujer, debe reconocerse como Eva, ese bien íntimo que nos ha hecho ser 
simplemente como somos, insaciables buscadores de una identidad que no 
cabe en ningún nicho y busca naufragar en las insondables aguas 
profundas de la existencia. 
    * Profesor de Literatura
 

