lunes, 26 de mayo de 2014

 MIGUEL ANGEL Toledano 25/05/2014

Todos conocemos el relato mítico de la creación de Adán y de la indolora extracción divina de una de sus costillas, mientras dormía, para formar a su compañera Eva no solo como alivio de su soledad, sino como su creativa réplica. La versión más rastrera de esta apasionante leyenda se desenvolvió históricamente calificando al primero como el Espíritu y a la segunda como la Carne, aunque hubo mentes más sutiles en el primitivo cristianismo, como san Agustín, que discreparon de esta visión reductora al estimar cómo, en el interior del hombre, había una esencial parte femenina y que esta era su alma, anima en latín, es decir, la causa de su animación . Así, pues, el pecado original, producido al coger Eva el fruto del árbol prohibido, la tentadora manzana del discernimiento, y el probarlo ella y hacérselo probar a Adán, esa acción compartida, provocó la expulsión de ambos del encantado paraíso de la animalidad, debiendo en lo sucesivo vagar como dos extraños por la naturaleza, convertidos ya para siempre en sus insatisfechos exploradores.
En algunas representaciones escultóricas de esta bella e inteligente historia, Eva aparece como una nadadora que se contorsiona entre un mar de vegetación, con la cabeza orientada hacia adelante, como apoyada en el brazo derecho, mientras con la mano acaricia su mejilla, quizás intentando tapar su mirada perdida hacia el infinito, mientras alarga su brazo izquierdo hasta arrancar la manzana. Atados sus pies por la serpiente y agarrada por una mano al árbol, la mujer solo mantiene libre la mano de la caricia que se abre paso. Parece el esbozo total en un solo gesto en el que Eva avanza nadando entre dos aguas de eternidad y tiempo.
Las investigaciones antropológicas más recientes, que han considerado crucial el papel de la mujer en la transformación domesticadora de la violenta horda depredadora, hacen alusión al "matriarcado original" como primer paso civilizador y no desmienten el legendario relato de esa Eva nadadora, sin la cual nada habría comenzado. Nadie habría muerto ni vivido. Nadie habría escogido ni amado. Sin ella, la eternidad vertical jamás hubiera dado paso al acontecimiento presente, que es el que separa el peso del pasado y los futuros. Y, aunque procede siempre, conviene especialmente en este momento recapacitar lúcidamente sobre la génesis de nuestra condición y de nuestro destino: el ser humano, hombre o mujer, debe reconocerse como Eva, ese bien íntimo que nos ha hecho ser simplemente como somos, insaciables buscadores de una identidad que no cabe en ningún nicho y busca naufragar en las insondables aguas profundas de la existencia.
* Profesor de Literatura