lunes, 8 de abril de 2013

Los pasos perdidos

ENTREVISIONES

Miguel Ángel Toledano. Profesor de literatura 08/04/2013  
Aquella mañana nublada de Madrid, el diputado Melchor Manzanares se dirigía al Congreso para iniciar su jornada de trabajo. Al llegar a las puertas observó que los guardias que le saludaban habitualmente no estaban en su sitio y sintió cierta desazón. Se detuvo unos instantes, pero, sin darle mayor importancia, siguió caminando y entró en el hemiciclo antes que comenzaran las sesiones. Sonó su teléfono y lo atendió; cuando acabó la conversación se dirigió hacia el despacho que ocupaba, colgó el abrigo y abrió la cartera para repasar lo que había escrito la tarde del día anterior.
Al abrir el cajón de su mesa, comprobó que todo estaba en su lugar y se sorprendió a sí mismo preguntándose qué es lo que esperaba que no estuviese en orden, si, además, allí nunca había guardado nada de interés político o de valor personal. Levantó la mirada y observó tras el cristal el único recodo visible de la Carrera de san Jerónimo y a la pareja que hablaba, muy abrigada, junto al enorme león de la entrada. Desde lejos parecía que él la abrazaba. Hace frío, pensó, y volvió a sus papeles. Sin embargo, tras repasar el texto de la intervención que tenía que hacer dentro de una hora aproximadamente, sacó la estilográfica que siempre llevaba en el bolsillo de la chaqueta y le quitó el capuchón. Cogió el tintero y, al moverlo, comprobó que se estaba acabando la tinta. Tenía que haberse alargado a la calle Preciados para comprar un tintero nuevo en Estilográficas Cortés y lo había olvidado.
Clavó los puños en la mesa y volvió a mirar hacia la calle. Le extrañó que aquel hombre y aquella mujer estuviesen en la acera todavía, mirándose y apenas sin hablar, con el frío que debía hacer y aquella niebla que, a pesar de la lluvia, no lograba acabar de deshacerse. Todas las personas que pasaban a su lado iban con la cabeza baja y en silencio. Había algo que resultaba inquietante, aquel silencio, aunque no lograba adivinarlo. Miró el reloj y se apresuró, recogió sus folios, la pluma y sus notas y se dispuso a dirigirse al hemiciclo, no sin antes volverse, aunque distraídamente y ya con cierto apresuramiento, en una última mirada hacia el exterior: desde lejos parecía que él la abrazaba, pero en realidad la utilizaba como escudo humano.