
En los campos de la Bética cordobesa, la aurora tiene dedos rosáceos desde Homero. Porque la vida de los hombres es una permanente creación de proyectos, amenazada en todo momento, y por causas ajenas a nuestra voluntad, por la posibilidad de la paralización y la demora. A veces la sombra llega de la forma más inesperada y mientras perseverábamos en la búsqueda de nuestra verdad más íntima. Entonces todo, el ansia y la esperanza, se diluye. Por ello parece recomendable, casi imprescindible mantener la calma, conseguir los fragmentos necesarios de serenidad y lucidez, de fuerza, antes de emprender el definitivo éxodo hacia la luz.
A veces adelantando un olvido o regresando a un recuerdo, porque, ¿hay quién ignora la fuerza de un recuerdo o de un olvido para formar una decisión o un temperamento?
Pero los recuerdos siempre vuelven, nos siguen el rastro y acechan. Algunas madrugadas se abre de nuevo el ámbito de la nostalgia: el invierno tira sin contemplaciones de la yunta de la noche y sólo se le resisten las aspas luminosas de la complicidad. Ahora recoge las hojas del diario y vuelve a la lectura como un viajero que regresa a ese muelle laborioso donde una dulce lluvia empapa la razón, a ese puerto adonde siguen llegando los barcos cargados de preguntas, aguas y sueños, y, sólo después de permanecer otro largo rato en silencio, se descubre varado en la habitación, el compartimento de un tren desde el que vamos avanzando como si fuésemos arrojando el lastre de la memoria.