MIGUEL ANGEL Toledano 26/11/2012
En la villa de Rute, en la Subbética
cordobesa, hay casas antiguas que son un taller y cada taller un espacio
que crea espacios. Con un puñado de arena, la mirada fértil, con las
manos y el impulso del viento que hace girar el cosmos, Max, el
vidriero, hace nacer en minutos hipnóticos una pieza astral y
extraordianaria: la tequeira. Es un logro estético muy útil: sirve para
darle la vuelta a la vida o a la bebida, con hierbabuena, y una medida
exacta de anís escarchado. Justo lo que haría falta para hacer frente a
este rapto de Europa por los poderes más o menos ocultos. Una gran
tequeira que diera la vuelta a los ministros y patrones antes de la
sustracción absoluta de los sueños.
La proximidad de la arena, como la de la arcilla, crea confianza. El oficio del vidriero parece pertenecer a la estirpe de lo inextinguible, pero Max nos despierta pronto de la ensoñación. La mayoría de los que no trabajan por cuenta propia van a recibir muy pronto la carta de cierre de la sociedad en la que trabajan a instancias de la Administración. La iniciativa de reactivar los antiguos talleres donde se creó y fabricó la botellería exclusiva de los destilados de Rute, reconocidos en todo el mundo, había ilusionado a estos maestros empeñados en la activación del oficio. Lo mismo se hará, dicen las misivas, con todos los talleres semejantes. Cuando las reciban, esas cartas irán firmadas por una nueva y siniestra figura: el liquidador. Nadie sabía que existiese ese cargo: el liquidador. Esa palabra será una huella en el cristal. Muchos que presentan la apariencia de sesudos tecnócratas, banqueros, obispos o jueces, son en realidad liquidadores. Se aprovecha la crisis para liquidar los derechos. Otros se mantienen ocultos amparándose en la vieja máxima de a mayor silencio, mayor impunidad; pero a los liquidadores se les reconoce fácilmente. Tienen todos una contraseña obsesiva, mafiosa: el ajuste. El ajuste de cuentas, claro.
* Profesor de Literatura
En la villa de Rute, en la Subbética
cordobesa, hay casas antiguas que son un taller y cada taller un espacio
que crea espacios. Con un puñado de arena, la mirada fértil, con las
manos y el impulso del viento que hace girar el cosmos, Max, el
vidriero, hace nacer en minutos hipnóticos una pieza astral y
extraordianaria: la tequeira. Es un logro estético muy útil: sirve para
darle la vuelta a la vida o a la bebida, con hierbabuena, y una medida
exacta de anís escarchado. Justo lo que haría falta para hacer frente a
este rapto de Europa por los poderes más o menos ocultos. Una gran
tequeira que diera la vuelta a los ministros y patrones antes de la
sustracción absoluta de los sueños.La proximidad de la arena, como la de la arcilla, crea confianza. El oficio del vidriero parece pertenecer a la estirpe de lo inextinguible, pero Max nos despierta pronto de la ensoñación. La mayoría de los que no trabajan por cuenta propia van a recibir muy pronto la carta de cierre de la sociedad en la que trabajan a instancias de la Administración. La iniciativa de reactivar los antiguos talleres donde se creó y fabricó la botellería exclusiva de los destilados de Rute, reconocidos en todo el mundo, había ilusionado a estos maestros empeñados en la activación del oficio. Lo mismo se hará, dicen las misivas, con todos los talleres semejantes. Cuando las reciban, esas cartas irán firmadas por una nueva y siniestra figura: el liquidador. Nadie sabía que existiese ese cargo: el liquidador. Esa palabra será una huella en el cristal. Muchos que presentan la apariencia de sesudos tecnócratas, banqueros, obispos o jueces, son en realidad liquidadores. Se aprovecha la crisis para liquidar los derechos. Otros se mantienen ocultos amparándose en la vieja máxima de a mayor silencio, mayor impunidad; pero a los liquidadores se les reconoce fácilmente. Tienen todos una contraseña obsesiva, mafiosa: el ajuste. El ajuste de cuentas, claro.
* Profesor de Literatura
