MIGUEL ANGEL Toledano 23/06/2014
En algunos momentos de nuestra vida nos encontramos con un libro que logra sacarnos de nuestras zonas de sombra y nos levanta, a través de sus páginas, hasta otra superficie donde la mirada propia se reconcilia con la existencia. Me refiero a esa especie de fortuna que nos hace entrar en el libro exacto en el momento preciso, abriéndonos nuevos espacios. Libros que logran cambiar nuestra vida, cambiarnos para
siempre. Puedo recordar perfectamente cuál fue la primera novela que
leí de Gabriel García Márquez, por las circunstancias en que Cien años
de soledad llegó a mis manos y porque nunca olvidaré la impresión que me causó su estilo, su historia, aquella forma
nueva de vivir y estar en el mundo que provenía desde Macondo. Yo era
entonces un estudiante de Literatura Hispánica en Madrid. Recuerdo
aquella tarde de mediados de junio, cuando los exámenes finales
emborronaban ya con su angustia y amenaza cualquier atisbo de lectura
voluntaria y libre, cualquier disfrute natural e inesperado.
Había decidido hacer
una pausa y bajé al bar del colegio mayor San Juan Evangelista, mi
colegio, a tomar un café y descongestionarme. Y allí estaba él. En una
de las mesas cercana a las cristaleras. Algunos cuadernos y varios
libros distribuidos entre la tazan de café y el vaso de agua. Horacio
tenía un aspecto humilde y parecía más joven de lo que realmente era. En
aquellos momentos devoraba un libro y sonreía. Volvía a leer y volvía a
sonreír. Me acerqué, le pregunté algo y, al rato, estábamos los dos en
mi habitación hablando de la novela de García Márquez. Era argentino y
había venido a España en un pasaje barato de un gran mercante que lo
dejaría en Cádiz a cambio de ayudar en las tareas más fáciles de un
grumete improvisado aunque cumplidor. Y me contó que había hecho toda la
travesía leyendo aquella novela, que le había recomendado su profesor,
tumbado en la cubierta. Cien años
de soledad sobre los ojos sin poder dejar de leer hasta
que lo descubría la humedad y la noche boca arriba, cerraba la obra y
se quedaba soñando su magia entera, con los ojos bien abiertos, bajo un
firmamento cuajado de estrella, escuchando el batido de las olas en alta
mar y respirando el aire más limpio que en el mundo hubiese.
Horacio me regaló su libro, que era la edición de 1967, con la famosa portada en la que Vicente Rojo escribió la "E" invertida, y yo la leí de un tirón ya durante
el verano aquel en el que yo también quise que mi padre me llevase un
día a conocer el hielo. Aquel verano en que la lectura me arrancó del
presente con una prodigiosa mano mágica y aquel amigo me había hecho el
regalo imborrable de esa novela que permanece como un comienzo de esos
fragmentos inmortales que son también reflejos de una vida completa. Yo
era casi un niño y esperaba casi todo. Uno de tantos de esos niños que
han esperado impacientemente a conocer el mar o la literatura, a conocer
el amor, el mundo y cuando leí aquellas palabras descubrí que el
conocimiento del hielo es una hipérbole extraordinaria de todas las
desesperadas ilusiones de la infancia. Y yo recuerdo a Gabriel con
gratitud infinita, a Horacio, que me siguen sacando de la soledad, que
me siguen llevando a conocer el amor, el corazón hielo.
* Profesor de Literatura
En algunos momentos de nuestra vida nos encontramos con un libro que logra sacarnos de nuestras zonas de sombra y nos levanta, a través de sus páginas, hasta otra superficie donde la mirada propia se reconcilia con la existencia. Me refiero a esa especie de fortuna que nos hace entrar en el libro exacto en el momento preciso, abriéndonos nuevos espacios. Libros que logran cambiar nuestra vida, cambiarnos para



Había decidido hacer



Horacio me regaló su libro, que era la edición de 1967, con la famosa portada en la que Vicente Rojo escribió la "E" invertida, y yo la leí de un tirón ya durante

* Profesor de Literatura