lunes, 10 de febrero de 2014

El oficio de maestro


  • El oficio de maestro -
    El oficio de maestro -
MIGUEL ANGEL Toledano 10/02/2014
Siento una gran admiración y un enorme respeto por el oficio de maestro, una de las más hermosas palabras de nuestra lengua, y aún recuerdo con absoluta claridad a mi maestra de los años infantiles. Era una mujer culta, sencilla, que no pretendía saber más de lo que sabía -y sabía muchísimo-, pero fue ella quien nos enseñó a leer, a escribir, la que nos introdujo lenta, pacientemente en el afán de conocer, en el cuidado por la tarea bien hecha, en los modales de estima personal y la educación en la convivencia con los compañeros. Solo muchos años después comprenderíamos que, apenas sin darnos cuenta, fue ella también quien nos introdujo en el misterioso mundo de los libros y nos inoculó el virus de la literatura para siempre. Era además una mujer joven, abierta, cordial; tan joven que, como diría García Márquez, con el paso de los años acabó siendo más joven que todos nosotros, sus discípulos.
Supongo que también a otros muchos, pero a mí, personalmente, también me enseñó a hacer de la ansiedad y el desasosiego un hermoso trayecto hacia el conocimiento, hacia la cultura y el valor de enseñar. Desde entonces, y gracias a ella en buena parte, me fui acostumbrando a ver la vida con esa sensación de tránsito y de añoranza, de capacidad para iniciar y proseguir, de confianza en las posibilidades que se nos ofrecen y la necesidad de transformar la realidad en sus ángulos más injustos y desagradables. La importancia de la actitud esencial para defender siempre a quien lo merece, de la dignidad -que ella encarnaba de manera tan particular- y el trabajo en silencio, la grandeza de lo pequeño, de lo que se es, son algunos de los valores que su bondad final transmitían.
El maestro, como el escritor, no tiene el poder de cambiar el mundo, pero su mirada sobre las personas puede proporcionarnos un poderoso consuelo. Nunca dejaré de agradecer suficientemente el que a mí me prestaron mis maestros y los escritores que, con su actitud, con su ejemplo, con sus palabras, me hicieron, además de pensar y sentir, sonreír, ir más allá de la aparente seriedad, de la aparente ambición. La gratitud no sólo es una señal de elegancia personal, sino el primer paso de la educación, en la que nos reconocemos. Por ello recuerdo con tanta frecuencia a doña Esther Uceda, mi maestra. Y la recuerdo enseñando, ofreciendo. Nunca podremos proclamar suficientemente lo que a ella y a todos los maestros como ella les debemos. Gracias. En estos años difíciles me gustaría poder dejar constancia de ello cuando escribo: de esa actitud ante la inquietud y las dificultades, de la dignidad, y del consuelo ante esa angustia del espíritu por nada. De su entrega y su sonrisa. Que algo, en fin, de su luz y sus sueños llegara cada día a mis palabras.
* Profesor de Literatura