En la cafetería hay una pantalla
enorme. No sé de cuántas pulgadas, pero muy grande y colocada en el
centro de unos amplios ventanales de cristal hacia la calle. Gigante y
con el color muy subido, saturado. Todos los colores son intensísimos,
irreales. Un cromatismo denso y virtual que sólo se suaviza en un
volumen muy bajo,
casi inaudible, que permite levantar la mirada en
algunos momentos, observar las imágenes y volver a la lectura o a otros
asuntos más personales. Esta mañana se detecta una prisa extraña, una
vorágine, y de pronto todo se detiene como a cámara lenta. Me conmueve
ese gesto noble del camarero ayudando a salir a ese señor anciano que un
día de estos dejará de venir a tomar café y leer la prensa.
Me he cruzado muchas veces con él. En
estos días de diciembre su cuerpo ya no responde como respondía. Es como
si estuviese permanentemente cansado. Todo parece mostrarle su
debilidad, todo representa un esfuerzo grande. A pesar de ello, hay en
su actitud algo que llama la atención y tiene que ver con un logro
contra la flaqueza del ánimo. En la mesa de al lado hay una pareja. Ella
es tan joven como yo no recuerdo haberlo sido nunca. Más tarde y ya en
la calle, la luz irá desvelando a los amantes con sus dedos rosáceos y,
tras contemplarse mutuamente, hermosos los rostros y los cuerpos, una
última caricia velará para que su afán de cada jornada quede enmarcada
en una luz singular, no en una impostura, en eso que algunos a veces
llaman la puta vida.
Se va haciendo tarde y entonces regreso
de caminar por el borde de una constelación. El tiempo no resuelve
nada. Cuando se haga de noche, la luna brillará sobre los barrios
ateridos, sobre los tejados de los pueblos más lejanos. El crudo viento
hermoso de vivir nos empuja y nada sabe el corazón, apenas deja que
sepamos. Vienen niños que miran al cielo tras cuyos cristales nadie
escucha. No preguntes. Invéntales la verdad que esperabas y que no han
podido o no pueden darte: tú tienes que hacerlo.