jueves, 14 de abril de 2016

LA NOCHE DEL PERDEDOR

El calor se hizo tan insoportable y pegajoso al detenerse el autobús, que Damián González volvió a experimen­tar aquella sensación sofocante que de pequeño le hacía temer el infierno y que ya creía borrada de su memoria, tan deste­rrada del presente como el lugar que pisaba, pertene­ciente a un mundo transformado por la nostalgia en un paraíso utópico y lejano, en una especie de quimera inal­canzable donde sólo los sueños tenían el privilegio de ordenar las cosas. Descendió del autobús y el implacable sol de julio le susurró en la piel y en el corazón que aquel lugar de la sierra del que nunca debió salir había cambiado bien poco, y en una mortal fracción de segundo intuyó la rapidez del envejecimiento, la debilidad del hombre ante el tiempo y su insuperable indefen­sión frente a los recuerdos. Agarró con fuerza la maleta, como queriendo a toda costa retener al presente y echó a andar por el pueblo, seguro de no perderse por aquellas calles que lo vieron nacer y correr, reír y llorar, enamorarse para toda la vida y despe­dirse para siempre.
Soportando la tortura del sol se acercó con timidez al mirador, dejó la maleta en el suelo y comprobó con injustificada sorpresa que los riscos y los cerros, las peñas, los tajos y el mismísimo horizonte guardaban exactamente el mismo orden que hacía cincuenta y seis años. Les volvió la espalda asustado y tembloroso, con vértigo hacia la lejanía y hacia el tiempo y justo en la puerta de la biblioteca muni­cipal se dejó caer abatido en un banco de piedra, junto a un árbol del amor cuyas flores rosa púrpura dejaron en el paladar de su memoria un cierto regusto a impotencia y a miedo.
Sin pretenderlo recordó el día del levantamien­to, tan caluroso como aquel, el nerviosismo incontrolado del corazón y la mañana que llegó al pueblo la gente de Ronda y Montejaque, una tropa colecticia de paisa­nos y carabineros que en la calle Nueva y en la iglesia de la Aurora lanzaron proclamas en favor de una república que sin él saberlo tenía ya los días contados. Los vio reunirse en la plaza con el ánimo exaltado, incitar a la población y dirigir­se presurosos al cuartel de la Guardia Civil. Se refugió en su casa como un niño acobardado, intimidado por los gritos de la gente, presintiendo la sangre como ahora presentía la fugaci­dad de la vida, sabiendo que habría de tomar partido por aquella república que nunca le dio otra cosa que trabajo pero que siempre intuyó benefac­tora y justa, contradictoriamente próxima a las ácratas teorías que aprendió de don José Sánchez Rosa en La Voz del Campesi­no y El Abogado del Obrero.
El recuerdo de la guerra le acercó la mirada de Carmen Escobar, a quien descubrió recostada en los caños de la Pontezuela, amparada en la penumbra tenue de una luna vera­niega, oliendo a jazmines y a damas de noche, acompasando el murmu­llo de sus palabras con el sonido del agua y el canto de los grillos. Y como si Carmen Escobar lo hubiera tomado de la mano, se incorporó, cogió de nuevo la maleta y caminó por las calles como los perros vagabundos, pegado a unas paredes que parecían haber desterrado a su sombra, como los fantasmas. Entonces evocó lejanas palabras de amor al pie de una venta­na cuajada de gitanillas, disfrutó el perfume de unos jazmi­nes fantasmales que transmigraron hasta su alma de viejo y volvió a experimentar el incontrolable romanticismo de una juventud al pie de la guerra, el desafuero de unas palabras que el frente estancado en la sierra hacía parecer eternas aunque fueran tan huidizas como el vuelo de aquel avión que los moros mandaban al pueblo para ablandar la resistencia.
En la calle Nueva, el sol, como el aeroplano del enemigo que bombardeaba su recuerdo, logró hacer blanco y lo obligó a cobijarse bajo la sombra de los rosales. Allí contem­pló de nuevo los ojos negros de Carmen Escobar, que lo obser­vaban escapados del pasado, con la in­quietud vivaracha de una novia dispuesta a dar la vida, pero no el amor, por dete­ner la guerra; y en voz alta se sorpren­dió, con la misma delicadeza que cincuenta y seis años atrás, recitándole versos de Sánchez Rosa: “Busca siempre la verdad aunque la sombra la ocul­te”; y de una forma instintiva y animal volvió a jurarle que sobre­viviría a la guerra, que siempre la llevaría en el corazón y que los moros no entrarían jamás en Grazalema, pero el compás de aquellas palabras que circularon por medio mundo guardadas en su corazón lo asustaron tanto y le pare­cieron tan extrañas en aquel lugar, que abandonó el refugio insufi­ciente de los rosales y siguió reco­rriendo los callejones serpentinso del pueblo.
Casi sin darse cuenta desembocó en la calle Agua, entró en un bar de techos bajos y paredes gruesas y sin decir buenas tardes pidió café. Una vez dentro cayó en la cuenta de que aquella familiaridad suya rayaba con la impru­dencia y la descortesía, pues aunque el lugar pareciera haber igno­rado al tiempo, era evidente que éste había pasado, y cuando estaba removiendo el azúcar en el fondo de la taza, una fotocopia del Diario de Cádiz sujeta a la pared tomó las riendas de su corazón y lo hizo galopar desbocado por la pradera de sus re­cuerdos: “Homenaje popular a un líder anar­quista”. Nervioso, abandonó la taza y se acercó. Era él, seguro. Buscó la fecha del artículo: “Domingo 5 de julio”. Respiró aliviado; había llegado a tiempo. Era verdad entonces lo que había leído en la prensa ácrata de París. Recogió el café de la barra y se entregó a la lectura de aquel recor­te que le recordó a los pasquines de la guerra. A su espalda, una voz de viejo lo sobresaltó.
-Qué poco hemos cambiado en medio siglo, ¿eh, Damián?
Damián Sánchez giró bruscamente sobre su eje en un acto que sus reflejos cansados no pudieron identificar como un gesto puramente defensivo. Frente a él, el rostro arrugado de un hombre lo miraba sonriente, y como si ambos hubieran planeado burlarse del tiempo, como si hubiera sido ayer cuando se despidieron en la ribera de Gaidovar divididos por la guerra, los dos se acer­caron a la barra y se reclina­ron en ella. Damián Sánchez sacó un pañuelo y enjugó el sudor de su frente.
-Sí que hemos cambiado poco -respondió-, o mejor, no hemos cambiado nada.
Y como solían hacer medio siglo atrás frente a una taza de café, se entregaron desenfrenados a la tertulia; el hombre del rostro arrugado contó que salvo las personas, todo se había transformado un poco: las casas, los barrios, las fiestas… dijo también que ahora sólo había un “toro de cuer­da”, que los jóvenes seguían corriendo delante de él pero que habían cambiado los merengues por la cerveza y los cuba­tas.
– Las cosas de la juventud -agregó.
Damián Sánchez, como temiendo a las preguntas, se anticipó a ellas. Quiso saber de su juventud, de los paisa­nos dejados atrás, de los que aún vivían y de los que se llevó la muerte. Preguntó por Ramijo, El General, Milhom­bres, El Galápago, Cagarratas, Pichalantes…
-Pichalantes está en Castellón -dijo el hombre-, en un pueblo que se llama Nures…
Y luego, verdaderamente engañado por el tiempo, como si tuviera medio siglo menos, agregó: “Pero está ya muy viejo”.
Rieron y siguieron charlando, y así supo Damián Sánchez que Juan Dianez Pozo estuvo mucho tiempo encarcelado, que a pesar de sus ochenta y cuatro años tenía la memoria de un elefante y que había grabado una cinta con todos los motes del pueblo. Volvieron a reír como si fueran adolescentes, a recordar a los zagales haciendo canillas en los telares, a disfrutar con el sabor de los meren­gues, las fiestas del Carmen y las carreras delan­te del toro. Y justo cuando Damián iba a contar que ni en Francia ni en Inglaterra había conocido a nadie capaz de ponerse delante de un toro, el hombre del rostro arrugado disparó a bocajarro sobre su corazón, sin querer, pero con la precisión y la crueldad de un Mauser: “Carmen Escobar todavía vive” dijo, “ha enviudado y tiene tres hijos y ocho nietos”.
Damián Sánchez, desconcertado por la sorpresa del comentario, se refugió en la figura de Sánchez Rosa como años atrás lo hizo en sus teorías anarquistas, como recien­temente lo había hecho en París y ante sí mismo, llevado por el impulso irrefrenable del regreso, amparado por fin en una excusa poderosa que pudiera justificar su presencia.
-He venido por el homenaje de don José -dijo aparentando una indiferencia tan mal disimulada que hizo caer al hombre del rostro arrugado en la cuenta de su imprudencia-, y no sé si irme o quedarme, porque no tengo a nadie ni aquí ni en Fran­cia.
Luego miró las lajas de la calle con aire distraído mientras el hombre imprimía un giro brusco a la con­ver­sación y empezaba a contar cosas de la democracia y de los polí­ti­cos, del paro, de la exposición universal de Sevilla y de las pagas de los pensionistas. Cuando el otro terminó de hablar, él seguía mirando aún el destello del sol en las paredes enjalbegadas.
-¿Qué piensas, Damián? -le preguntó.
Damián Sánchez, llevado por ese reflejo incon­trolable y a veces delator de la inconsciencia, respondió: “En la maldita guerra”.
Y en ella seguía pensando cinco horas después, cuando el sol amenazó con abrazarse a la sierra, cuando salió a la calle tras haber dejado la maleta en la fonda de Jacinto. Entonces tuvo el valor de reconocer que aquella obsesión por la guerra estaba cimentada en la presen­cia incorpórea de Carmen Escobar, en la magia de aquella mirada que lo acompañó a Francia, a los campos de concentración nazis, a Italia y a Inglaterra, en el hechizo de una novia a quien ahora no podía imagi­nar con el rostro cuar­teado por los años, sin aquella vivaracha expresión en los ojos y vencida por el reuma.
Injustificadamente supuso que Carmen viviría aún en casa de su padre, y allí se dirigió casi con la misma ilusión de su juventud, confiando en poderla ver tras el encaracolado de la ventana, conchabado otra vez con la oscuri­dad de una noche veraniega que no se decidía a caer sobre el pueblo. Sin saber cómo desembocó en la calle Postiguillo y apenas se atrevió a levantar la cabeza para ver el rótulo temiendo que algún vecino lo reconociera, pues el intenso bombardeo del sol había cesado y la gente comenzaba a salir de los refugios. A pocos pasos se tropezó con la enorme palmera de una plazuela flanqueada de gitanillas y de rosales y allí se sentó confiado en la reconditez del lugar. Entonces sí alzó la mirada: “Plaza de Andalucía”. Se arrellanó en el banco de piedra y se dejó llevar por la sugestión de aquel nombre. Volvió a recordar a don José Sánchez Rosa, primer diri­gente de la CNT en Andalucía y comprobó con asombro que aún recordaba frases e incluso párrafos enteros de “La Gramá­tica del Obrero” y “La Aritmética del Obrero”; pensó, no sin un dejo de orgullo, que muy pocos anarquistas quedarían ya de aquella época, que la guerra, las calamidades y el tiempo los habrían eliminado y que probablemente se viera solo frente al busto de don José, como un fantasma del pasado, como el testi­monio mudo de un pensamiento que seguía vivo a pesar de los años y de los cambios.
Entonces recordó el talante humanitario de Rosa y la consideración y el respeto que toda una época le había consagrado, y lo comparó con quien la gente lo comparaba entonces, con aquel alcal­de de Cádiz que rechazó un indulto real para luego fugar­se del Peñón de la Gomera, el fundador de El Socialista y el traductor de Kropotkin: Fermín Salvochea. Y queriendo recordar algunos párrafos de “Cada mochuelo a su olivo”, lo sorprendió la risa nerviosa de un niño que caminaba de la mano de una anciana… Era ella, Carmen Escobar, la única mujer a quien hubiera reconocido entre un millón de ancianas.
La sorpresa del encuentro lo privó del arma del disimulo, pero los arriates de la plazoleta y las sombras de la tarde tuvieron la misericordia de ocultar el temblor de sus manos y el rostro contraído de un hombre que había perdido en una tarde el norte de la vejez, que había comprendido en un segundo la parodia de viajar al pasado para homenajear a un maestro. La realidad, disfrazada de fiscal en su cora­zón, lo señaló con el dedo y lo acusó de mentiroso, de cobarde y de ampararse en un muerto para encontrarse con un vivo. No pudo ni quiso evitarlo: la siguió, y justo al salir de la plaza, el mismo impulso incontrolable que lo obligó a disparar en la guerra lo tomó de la mano y sin la menor consideración la depositó en el hombro de la anciana.
-Carmen Escobar -dijo-, ¿ya no me conoces?
La mujer se volvió con una lentitud que a Damián Sánchez le resultó sospechosa. En un segundo intuyó que estaba al tanto de su llegada.
-Ha pasado mucho tiempo desde el 13 de septiembre del 36 -respondió-; tanto, que ya no me acuerdo de usted. Lo siento.
Damián Sánchez vio de cerca su rostro y no pudo por menos que darle la razón: había cambiado tanto que también a ella costaba trabajo reconocerla. No obstante siguió hablando con el convencimiento del que ha recorrido medio mundo para hablar.
– Si me permite acompañarla -dijo-, podré explicarle el motivo de mi regreso.
Carmen Escobar asintió con la cabeza y echó a andar, y antes de que él pudiera reponerse de sus primeras palabras, se detuvo y lo miró a los ojos: “Usted ha venido al pueblo para el homenaje que piensan hacerle a don José Sánchez Rosa. Nada más.”
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Damián Sánchez pensó decirle que había regresa­do para ver otra vez a la única mujer que amó en su vida, para compro­bar si eran verdad los sueños y las pesadillas que tuvo en el extranjero; pero mirando su rostro comprendió que hay cosas que el tiempo no perdona, que aunque el corazón siga siendo el mismo, la vida puede transformar las circunstancias hasta el punto de crear muros insalvables. Supo también que la guerra había terminado hacía cincuenta y seis años y que el 13 de septiembre del 36 había logrado burlar a los moros, pero que estos habían levantado una muralla entre la esperanza y la realidad, una muralla que ahora se erguía frente a él demostrando que la verdad, como el paso del tiempo, solo tiene un camino. Quiso decirle que los años no habían pasado por él, pero la magnitud de su mentira lo asustó; quiso hablarle de la crueldad de la guerra, que a quien no mata lo hiere de muerte, pero supuso que ya lo sabía; y por fin quiso decirle que nunca es tarde para empezar de nuevo, pero la osadía del pensamiento y el rostro anciano de Carmen Escobar lo obligaron a agachar la cabeza y a seguir caminando junto a ella. El niño había dejado de reír y el canto de los grillos se dejaba oír como cincuenta y seis años atrás. Al pasar por la Pontezuela no pudo evitar tomarla del brazo y como antaño recitarle versos de Sánchez Rosa:
“No quisiera oír más música
que la del ave y la alberca.
¡Vivir !… y morir después
en los brazos de mi tierra.”

jose antonio illanes

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