Durante los últimos días ha ocurrido algo que no puedo dejar de
contar. El azar, y no sé si la necesidad, me ha acercado a un nuevo
compañero de naufragios. Se llama Thomas, es de Gibraltar y de
nacionalidad británica. Lo primero que me dijo es que estaba separado y
tenía dos hijos. En un primer momento y dada su corpulencia pensé que se
trataba de un deportista de élite. Pero no, Thomas es músico y toca la
flauta transversa y el saxo. Se encontraba de gira con su grupo por
Europa y, cuando estaba cumpliendo su sueño, no sabe bien lo que le
ocurrió: se sintió triste, se acordó de sus hijos y sufrió una recaída
imprevista.En los últimos días se ha serenado y está recobrando el oído. Tenazmente. Ha dado el paso que sólo un hombre, una mujer, pueden dar y ha acudido en petición de ayuda hasta Córdoba. Ahora ya puede comenzar a contarlo con claridad: -Cuando uno comienza a beber solo -me dice- se comporta como el ayuda de cámara de un fantasma. Se dicta órdenes en silencio y las obedece compulsivamente con la vaga precisión de un criado sonámbulo. El alcohol, al principio, me proporcionaba una extraña y placentera lucidez, parecía que estaba tocando de un modo realmente maravilloso, pero luego las notas resonaron con sinuosidades extrañas, todo se fue deteriorando y acabó arruinando mi soledad y mi música. Así que decidí dejar la gira. No sé ya si podré comenzar de nuevo.
Me ha regalado el último disco que han grabado, Sombras, y, al escucharlo, he sentido que Thomas toca como si temiera despertar a alguien; el sonido de su flauta señala dudosamente un camino que parece perderse en la obscuridad, que vuelve luego, en la plenitud de la música, hasta revelar la forma entera de la melodía. Como si, después de que uno se extraviase en la niebla, fatigados de tanta realidad e inmersos en un proceso de respeto personal, el sonido del saxo te alcanzara hasta la cima de una colina desde donde pudiera contemplarse una ciudad dilatada por la luz.