MIGUEL ANGEL Toledano
Es el título de una de las mejores
novelas de Fernando Quiñones. La he tomado de nuevo y sus palabras
vuelven envueltas en el niño de Saltzburgo, en la segunda de Brahms, en
una habanera añeja o en furiosa seguiriya de Miguel el Pantalón. Porque
no la razón del arte, las del hombre lo condujeron desde que era un niño
en su Chiclana natal hasta la luminosa luz de la Bahía, que, con él,
volvió a impregnarse de ecos fenicios, transatlánticos, y de esas voces
populares que recuperaron la caoba y los mármoles venecianos, la voz de
los puertos, junto a esa delicadeza oriental que apunta no sólo en los
edificios deciochescos -la Casa del Almirante, la de las Cadenas- sino
en cada plaza, en cada esquina, en cada casa de la calle La Botica, en
cada torre de mástil del Barrio de la Viña, donde fue médico don Manuel,
su padre. Allí mamaste, y en la biblioteca, y allí volviste siempre: a
la sabiduría grande de tu Cádiz y de tus gentes todas. Por eso deseo
recordar hoy a un ser humano inmenso. Aquel que sabía que "sólo el que
amasa vela y se oye el cálido rumor de su trabajo". Fernando, tú estás
entre Borges, que tanto te admiró, y el Tío de la Tiza, y por esos
mundos andan ya para siempre tus Crónicas, tus relatos, tus novelas, una
ingente labor por la que nieve y fuego o muerte y vida se entrecruzan
como reflejo de una fuerza con la que el corazón del universo, todo
cuanto nos ilumina y abandona pedían la expresión que tú le diste. Tu
palabra de creador, de hombre, nos dio una vida más vasta y completa.
Abrías la boca y eran ángeles y risas y cante. Permíteme que, al recordarte, no te nombre por el esplendoroso y almirantado título que te otorgase el caballero marítimo Rafael Alberti. A ti sólo te gustaría escuchárselo de sus propios labios, a ser posible despachándose ambos un anisado del bueno junto a una sensorial, celestial caja de mantecados y polvorones de Rute y frente a un fondo ideal, mixto de majestuoso campo cordobés y de divina, aunque pagana de por sí, Caleta de Cádiz.
*Profesor de Literatura

Abrías la boca y eran ángeles y risas y cante. Permíteme que, al recordarte, no te nombre por el esplendoroso y almirantado título que te otorgase el caballero marítimo Rafael Alberti. A ti sólo te gustaría escuchárselo de sus propios labios, a ser posible despachándose ambos un anisado del bueno junto a una sensorial, celestial caja de mantecados y polvorones de Rute y frente a un fondo ideal, mixto de majestuoso campo cordobés y de divina, aunque pagana de por sí, Caleta de Cádiz.
*Profesor de Literatura