sábado, 25 de agosto de 2012

Rubén Díaz Caviedes: A favor de Cecilia

Rubén Díaz Caviedes: A favor de Cecilia


Me niego en redondo a aceptar la idea, o a hacerlo sin rechistar, de que la señora que pintó el ya bautizado como Ecce Mono esté malísima en cama, con un ataque de ansiedad y no sé cuántas cosas más, estando las rotondas de España, como están, cuajadas de esperpentos mucho peores. Me dirán simplista, populista o gilipollas perdido, pero es que me da igual.
Me niego a que la broma sea de repente la anciana infeliz que pintó un busto de Cristo entre cubista y mal, y no el artista, el concejal y el contribuyente que cobra, contrata y paga, respectivamente, patatas atómicas, gurruños y monumentos a los poetas. Me niego a que haya que reírse de ella o profesarle siquiera condescendencia en un país donde los asesores de urbanismo corruptos tienen en el baño mirós de millones de euros y medra con dinero público la espantajería calatravesca, mientras iglesias de siglos de antigüedad —aquí una, aquí otra, aquí otra, otra más, otra, otra y otra, por poner unos ejemplos— se nos caen ante nuestros ojos sin que nos dé siquiera vergüenza. En un país, como el nuestro, en el que lo que entendemos por “conservación del patrimonio” es convertir los palacios en posadas rurales y ponerle a un castillo del siglo XII un ascensor de metacrilato.
Me niego a aceptar que la obra Mujer luna del ínclito Ripollés —creador que les sonará de cierta escultura en cierto aeropuerto sin aviones— se parezca tanto, pero tanto, al eccehomo resultante de las manos hacendosas de Cecilia, y a que uno valga tanto y el otro tan poco. Me niego a que la octogenaria que quiso rescatar de la podredumbre y la humedad una pintura exquisita de finales del XIX tenga que redimir su pecado pidiendo perdón y llorándole a España por las cámaras de Telecinco, tu cadena amiga, mientras el amigo Ripollés se te planta tan ancho en la preceptiva rotonda a inaugurar esto y a reclamar sus 300.000 euros del dinero público más, ojo, 127.000 de sobrecoste. Es que me niego, puestos a negarse, hasta a que restauren el eccehomo, por muy hecho un ídem que haya quedado. Ni por perpetuar la coña ni por avivar el turismo del pueblo. Que no lo restauren porque no nos los merecemos.
Me niego a que el preceptivo concejal de cultura, un tal Juan María Ojeda, haya corrido a amorrarse al micrófono para anunciar que un solvente y cualificado equipo de restauradores profesionales ya se dirige al pueblo haciendo derrapes por el desierto de Los Monegros para intentar rescatar ahora, ¡ahora!, esa misma figura que hasta hace un mes, y desde el siglo XIX, se descascarillaba de puro olvido. A tener que oír de su boca, como hay que oír, que el Ayuntamiento “no descarta emprender acciones legales” contra la octogenaria pese a que “se trata de una situación delicada”, porque el hecho es que “una persona ha entrado en una iglesia y ha actuado por su cuenta y riesgo y eso es una agresión al patrimonio artístico”. A oírlo después de leer su programa electoral y sus propuestas para el Santuario de Misericordia, donde a la obra de Elías García Martínez le vencían las décadas, o el programa electoral de sus socios de gobierno, también abundante en verbos como “fomentar”, “desarrollar”, “potenciar” y “promocionar” pero en el que de nuevo no figura, por más que se busca, promesa alguna de restaurar el puñetero eccehomo o protegerlo, al menos, de los siglos y las vecinas.
Me niego a pensar que del error de esta señora no vayamos a sacar conclusión alguna, aunque sólo sea porque lo hemos reverberado hasta hacer de ello el temón del día en The Guardian, Al Jazeera o el Libération. O que nuestra conclusión vaya a ser que la culpa aquí la tiene el barco, como dijo el profeta, y que la exención de responsabilidad asiste a la autoridad borjana, libre de amenazar a la anciana, montarle un pleito o lanzarla a los cocodrilos sin con ello evita que alguien vuelva la mirada a la corporación municipal. Me niego a pensar que nos vayamos a reír en serio de la pobre mujer, octogenaria para más pobre, que pensó, fíjate tú, que sería una pena que se perdiese ese Cristo tan antiguo, animada por la noción prosaica y admirable de que no hay que dejar que las obras de arte se desvanezcan. Por cultura elemental, quiero decir, y la veneración básica que hay que practicar ante a las cosas bonitas y antiguas. Me niego a aceptar que si esto mismo lo hubiera hecho Banksy, por poner un ejemplo, ya le estaríamos elogiando, deshechos en babas, su aguda y elocuente crítica a la mercantilización del arte, y que en el gesto de esta mujer no vayamos a saber reconocer el verdadero compromiso con el arte —e incluso el Arte—, demostrado aquí con simpleza y contundencia, y no palabrería, mediante el desinterés y la actitud voluntariosa.
Y sobre todo, me niego a pensar que los demás no sepamos quedarnos en el meme y la broma, en lo graciosos que son, que lo son, los eccehomos con la cara de Alf, Rajoy o Kiko Rivera. Que vayamos, como vamos, al linchamiento mainstream y a confundir el chiste sobre madres con el chiste sobre tu madre. Nosotros, precisamente, con nuestras rotondas, nuestros concejales recién votados, nuestras iglesias cayéndose y nuestros aeropuertos sin aviones. Que estemos dispuestos a reírnos y señalar con el dedo, como la muchedumbre de El traje nuevo del emperador, en un cuento en el que somos nosotros, y no nadie más, los que en realidad vamos desnudos.