MIGUEL ANGEL Toledano 09/12/2013
Qué tarde tan extraña. El sol del crepúsculo impregnaba la atmósfera con una luz incandescente. Luz de prodigios o desgracias. Solo puedo decir que aquella tarde el tiempo se detuvo.
Al día siguiente, los dijeron que se había ido un ángel de corazón tan blanco. Recordé la última vez que aquel hombre de mirada transparente se acercó para decirme que todo iba a comenzar. Su rostro era sonriente, tranquilo, lleno de frescura, y transmitía una serenidad inabarcable. Yo lo observaba detenidamente mientras él me hablaba de Federico y su memoria de la nieve, de un programa muy bueno que la noche anterior habían emitido sobre el poeta en televisión. Miré a mi alrededor. Todo en el quirófano había adquirido una dimensión extraordinaria: las arrugas de las sábanas, el ángulo de la pared, el exacto contorno de sus manos.
Y, sin embargo, todo era substancial, eterno, necesario. Todo parecía estar cargado de existencia. Como si por unos instantes se nos hiciera evidente el oculto diseño de las cosas. El mundo se había detenido y los objetos se habían contagiado de vida. Tan sólidos. Tan brillantes. Y tuve miedo. Me asustó tanta belleza, porque la belleza --tal vez lo comprendí en aquel instante-- es la mezcla perfecta e inexplicable entre lo hermoso y lo terrible. Hubiera deseado extender el brazo y coger una jarra de agua fresca. Beber un poco.
José María Casado me tomó la mano y comencé a serenarme; poco a poco fui perdiendo la clarividencia exhaustiva de aquel momento y retomando mi humanidad venal. Los rayos de sol dejaron de ser la esencia del sol y en el manto del vientre aún seguía cabiendo el mundo. Ahora recuerdo que lo último que escuché fue un susurro suyo en el oído.
Y fue ya casi en sueños, cuando solo queda el abandono y te va invadiendo un sopor agudo y leve, sumergiéndote en la nada. Nada. Bajando. Entonces comenzó a sonar la música que él había elegido para que nos acogiese durante la intervención. Una música para apaciguar tanto espanto.
No he podido olvidarla. No puedo olvidarlo a él, porque solo en lo aullado da su inicio la fragancia. Entonces tuve sed. Sigo teniéndola. Y cada vez que beba un sorbo de agua para calmarla, procuraré recordar que hubo una tarde en la que el tiempo se detuvo y comenzó a llover como ocurre cada vez que los ángeles lloran.
* Profesor de Literatura
Qué tarde tan extraña. El sol del crepúsculo impregnaba la atmósfera con una luz incandescente. Luz de prodigios o desgracias. Solo puedo decir que aquella tarde el tiempo se detuvo.
Al día siguiente, los dijeron que se había ido un ángel de corazón tan blanco. Recordé la última vez que aquel hombre de mirada transparente se acercó para decirme que todo iba a comenzar. Su rostro era sonriente, tranquilo, lleno de frescura, y transmitía una serenidad inabarcable. Yo lo observaba detenidamente mientras él me hablaba de Federico y su memoria de la nieve, de un programa muy bueno que la noche anterior habían emitido sobre el poeta en televisión. Miré a mi alrededor. Todo en el quirófano había adquirido una dimensión extraordinaria: las arrugas de las sábanas, el ángulo de la pared, el exacto contorno de sus manos.
Y, sin embargo, todo era substancial, eterno, necesario. Todo parecía estar cargado de existencia. Como si por unos instantes se nos hiciera evidente el oculto diseño de las cosas. El mundo se había detenido y los objetos se habían contagiado de vida. Tan sólidos. Tan brillantes. Y tuve miedo. Me asustó tanta belleza, porque la belleza --tal vez lo comprendí en aquel instante-- es la mezcla perfecta e inexplicable entre lo hermoso y lo terrible. Hubiera deseado extender el brazo y coger una jarra de agua fresca. Beber un poco.
José María Casado me tomó la mano y comencé a serenarme; poco a poco fui perdiendo la clarividencia exhaustiva de aquel momento y retomando mi humanidad venal. Los rayos de sol dejaron de ser la esencia del sol y en el manto del vientre aún seguía cabiendo el mundo. Ahora recuerdo que lo último que escuché fue un susurro suyo en el oído.
Y fue ya casi en sueños, cuando solo queda el abandono y te va invadiendo un sopor agudo y leve, sumergiéndote en la nada. Nada. Bajando. Entonces comenzó a sonar la música que él había elegido para que nos acogiese durante la intervención. Una música para apaciguar tanto espanto.
No he podido olvidarla. No puedo olvidarlo a él, porque solo en lo aullado da su inicio la fragancia. Entonces tuve sed. Sigo teniéndola. Y cada vez que beba un sorbo de agua para calmarla, procuraré recordar que hubo una tarde en la que el tiempo se detuvo y comenzó a llover como ocurre cada vez que los ángeles lloran.
* Profesor de Literatura