MIGUEL ANGEL Toledano 07/04/2014
La lluvia no pregunta nada. Un leve
crujido de la bóveda celeste, un quiebro del viento en la tarde nublada
de finales de marzo, una licuada luz que centellea entre el temblor y el
iris de nuestras pupilas y el agua comienza a desprenderse desde lo más
alto. Y ella, que es un corazón oculto, inspira y observa el alto
movimiento de las palmeras al otro lado de los visillos. Porque, ahora
que del pasado solo queda el recuerdo, cuando ya empieza a acechar el
silencio, te ruego, le dice a través del silencio: no son necesarios
correos, direcciones; no hables de tus ojos, no cuentes tus heridas, no
des los datos, las fechas, las señales. Abre un libro, el móvil o el
cielo, extiende el mapa doloroso que nunca quise ver.
Cuando llueve sé que nada logra
retenerte. Apagas el cuadro o la fotografía que tienes entre manos y
extiendes un velo de memoria sobre la luz que nos circunda y te dispones
a salir. A la calle. Te gusta caminar por las calles secretas de esta
ciudad tan tuya y tan de siempre y sentir bajo tus pies las piedras
recién lavadas y caminar sobre las plazas, los jardines, con sus hojas
brillantes y sus rugosidades vegetales que en otras estaciones son
sombra y frescor y que tan hermosamente tú recoges con tu cámara,
perdida entre patios y callejas. Ahora te detienes unos instantes, tal
vez para ayudar a cruzar la avenida de los semáforos que parpadean a esa
mujer mayor, a esa mujer menuda que no intenta guarecerse bajo los
zaguanes, sino que como distraída o ajena al peso del agua se empeña
acurrucada en proseguir avanzando con sus pasos breves y precisos.
Después la ves alejarse sin demora y tú
sonríes y prosigues incierto tu camino, atenta a la vida recogida que
parece que no se acostumbra nunca a sentirse maravillada ante la humedad
y las farolas que ya comienzan a encenderse, extraños y finos
filamentos en la tarde en niebla de esta ciudad resplandeciente. Desde
las Tendillas, bajando por Claudio Marcelo, te detienes acristalada ante
el Templo Romano, que acaba de encenderse como un bajel espléndido
entre la niebla y elevando sus capiteles para señalar la estela de un
imperio patricio que convirtió Córdoba en la capital de la Bética. O
subes desde los arrabales del Sur, notas la lluvia fresca en tu rostro,
hasta el Alcázar de los Reyes Cristianos y llegas al puente, te acodas
en la balaustrada y sientes en tu pecho esa alegría íntima que te
produce contemplar cómo pasa el río debajo de los arcos, mientras tus
manos leen las palabras de los amantes que oculta el silencio en los
códigos de las piedras mojadas.
* Profesor de Literatura