MIGUEL ANGEL Toledano 06/01/2014
Es extraño: el ser humano es un paisaje con lugares siempre por descubrir. Es algo extraño, sí. Aquel hombre había ido atravesando estos días de festividades con la mejor cara posible, un poco serio, pero ese era su semblante natural, dejándolas pasar, como al agua que dejan pasar los juncos en un susurro ágil de amantes, y con la firme promesa de no estropear nada a nadie, de sonreír a la vida y a los niños, porque hubo aquí una vez una esperanza. Ayer, al atardecer, se arregló y arrancó el coche para salir a dar un largo paseo antes de que se iniciara el ruido. La lluvia caía sin mojar el pavimento y el automóvil se deslizaba silenciosamente a lo largo de la calle. La noche era húmeda y una ligera neblina amortiguaba la luz de las farolas.
La calzada, algo más tarde, aún guardaba reflejos de la lluvia y, al doblar hacia la Plaza de Armas, contempló la imagen desangelada del Paseo. Aún era temprano, pero casi nadie caminaba por las calles ateridas. La luna se resguardaba tras la densidad de los blancos nubarrones y solo en lo más alto se apreciaban finísimos destellos de plata, extrañas conexiones lumínicas entre el cielo, la noche y la tierra: puntos de una red desconocida, leves fragmentos de un relato que no acababa de anunciar lo que estaba a punto de ocurrir. Se detuvo en algún rincón de El Llano de las Fuentes, apagó el motor y permaneció inmóvil un buen rato. Parecía que la nieve caía sin cuajar a lo largo del Parque y era extraña esa imagen de los copos volando ingrávidos y posándose con levedad sobre las aceras y entre la niebla. A lo lejos, los niños agitaban los brazos y corrían excitados tratando de acopiar nieve pura entre sus duros y tiernos brazos. Es la fiesta de la nieve y por ello ríen y gritan nerviosos. Es por la nieve y los caramelos. Los niños son así siempre.
Miguel y Alvaro se habían acostado temprano. Por la mañana sería distinto, pero ahora debían dormir. Mientras Alvaro canturreaba esa melodía que lo introducía en el sueño, su hermano, con la luz encendida, no podía dejar de mirar con asombro a un lado y a otro en el silencio de la noche. Por un momento anduvo hacia la puerta como quien camina por la cubierta de un barco que zozobra, pero el tiempo se detuvo unos segundos después cuando Miguel, desde el otro extremo del sueño, oyó a Alvaro que preguntaba qué ocurre, por qué me miras así, es carbón del que se come, ¿verdad? Calla, Alvaro, este es un secreto entre los dos y los mayores no deben enterarse de que existe. Vale. Alvaro se dio la vuelta y siguió dormido. Miguel, en cambio, cerró los ojos, unió los labios en un gesto ambiguo y sonrió. Una breve brisa agitó los visillos con un sonido de páginas inquietas.
* Profesor de Literatura
Es extraño: el ser humano es un paisaje con lugares siempre por descubrir. Es algo extraño, sí. Aquel hombre había ido atravesando estos días de festividades con la mejor cara posible, un poco serio, pero ese era su semblante natural, dejándolas pasar, como al agua que dejan pasar los juncos en un susurro ágil de amantes, y con la firme promesa de no estropear nada a nadie, de sonreír a la vida y a los niños, porque hubo aquí una vez una esperanza. Ayer, al atardecer, se arregló y arrancó el coche para salir a dar un largo paseo antes de que se iniciara el ruido. La lluvia caía sin mojar el pavimento y el automóvil se deslizaba silenciosamente a lo largo de la calle. La noche era húmeda y una ligera neblina amortiguaba la luz de las farolas.
La calzada, algo más tarde, aún guardaba reflejos de la lluvia y, al doblar hacia la Plaza de Armas, contempló la imagen desangelada del Paseo. Aún era temprano, pero casi nadie caminaba por las calles ateridas. La luna se resguardaba tras la densidad de los blancos nubarrones y solo en lo más alto se apreciaban finísimos destellos de plata, extrañas conexiones lumínicas entre el cielo, la noche y la tierra: puntos de una red desconocida, leves fragmentos de un relato que no acababa de anunciar lo que estaba a punto de ocurrir. Se detuvo en algún rincón de El Llano de las Fuentes, apagó el motor y permaneció inmóvil un buen rato. Parecía que la nieve caía sin cuajar a lo largo del Parque y era extraña esa imagen de los copos volando ingrávidos y posándose con levedad sobre las aceras y entre la niebla. A lo lejos, los niños agitaban los brazos y corrían excitados tratando de acopiar nieve pura entre sus duros y tiernos brazos. Es la fiesta de la nieve y por ello ríen y gritan nerviosos. Es por la nieve y los caramelos. Los niños son así siempre.
Miguel y Alvaro se habían acostado temprano. Por la mañana sería distinto, pero ahora debían dormir. Mientras Alvaro canturreaba esa melodía que lo introducía en el sueño, su hermano, con la luz encendida, no podía dejar de mirar con asombro a un lado y a otro en el silencio de la noche. Por un momento anduvo hacia la puerta como quien camina por la cubierta de un barco que zozobra, pero el tiempo se detuvo unos segundos después cuando Miguel, desde el otro extremo del sueño, oyó a Alvaro que preguntaba qué ocurre, por qué me miras así, es carbón del que se come, ¿verdad? Calla, Alvaro, este es un secreto entre los dos y los mayores no deben enterarse de que existe. Vale. Alvaro se dio la vuelta y siguió dormido. Miguel, en cambio, cerró los ojos, unió los labios en un gesto ambiguo y sonrió. Una breve brisa agitó los visillos con un sonido de páginas inquietas.
* Profesor de Literatura