Al soldado Joévin Bobinot lo apodaban sus compañeros del 2º batallón de 43 Regimiento de Infantería de Línea “Jambes de Lapin”, Patas de Conejo, no porque fuera veloz en las cargas o en las retiradas, sino por aquellos descomunales pies que lo torturaban en las marchas interminables y le conferían ante el mundo un aspecto bufonesco y ridículo y un caminar cansino, plomizo, doloroso, parecido al de un osezno enfermo. Su notable baja estatura lo hubiera convertido pronto en voltigeur de su batallón de no haber sido por el defecto de sus pies, su perenne expresión de cansancio o de nostalgia, su considerable falta de valor y disciplina, proverbial en su regimiento, y la sádica fijación que hacia él sentía el sargento Blumenroeder. Demasiados inconvenientes para ser un voltigeur y para sobrevivir a la despiadada guerra de España. Tampoco hacía demasiada falta en ella, Bobinot era uno de esos soldados a los que ninguno de sus camaradas hubiera añorado después de muerto como no fuera para despertar una sonrisa burlona o una palabra de desafecto.
Solo el soldado Félicien Feyfant hubiera derramado una lágrima en su memoria de no haber muerto a primeros de mes en la operación contra Grazalema, a manos de los paisanos del Pastor, quienes convirtieron la retirada de la columna por el camino de Benaoján en un infierno nocturno de lluvia y disparos torrenciales, en la boca de un lobo negro sediento de venganza que despedazaba a dentelladas feroces a los soldados del 43, un lobo que aulló con afán en el cerro del Mures mientras los serranos caían como alimañas sobre la retaguardia imperial arrastrando en su furia a hombres, bestias y carruajes, percudiendo el camino de charcos de sangre humeante que rivalizaban con los del agua en una paradoja cruel de la vida y la muerte.
Aquella noche, durante la huída, Bobinot escuchó a su espalda al soldado Félicien llamándolo a gritos en medio de una negrura pavorosa sobresaltada por alaridos desgarradores y fogonazos de disparos. Se volvió torpemente, arrastrando sus garrafales pies, percochadas las botas de sangre y barro mientras sus compañeros lo arrollaban en la retirada. Y vio a Félicien tumbado de costado en el suelo, extendiendo la mano hacia él en un gesto angustioso que le paralizó el corazón. A tan solo pocos metros, cien veces quiso alcanzar aquella mano y cien veces lo hicieron retroceder los empujones de los soldados huyendo despavoridos, buscando el amparo de la vanguardia. Y cuando ya creía alcanzar a su amigo lo vio cerrar los ojos y caer definitivamente en un charco de agua fría que pronto se templó con la sangre de un soldado que juraba no haber matado a nadie en la guerra desde que la Ley Jourdan lo arrastró de su pueblo junto al soldado Joévin Bobinot.
Y allí quedó arrodillado, paralizado de dolor, estupefacción y miedo hasta ver perfilada en el camino la figura de un paisano que bajaba corriendo desde el Mures. Bobinot lo vio como a un espectro al que un rayo de luna escapado de la tormenta hubiera iluminado el sendero de regreso hacia los vivos. El hombre se acercó a él, casi agazapado, con precaución, como a una alimaña herida. Lo miró de cerca, casi estudiándolo, sin miedo, con frialdad, y luego se irguió veloz y le apuntó al rostro con una escopeta de caza. Despacio. Sin prisas. Al fusilero Joévin Bobinot no le hubiera importado morir aquella noche junto a su amigo Félicien, pero no estaría escrito en su destino, porque justo en ese instante la tierra se estremeció con un galope de caballos: el escuadrón de húsares que cubría la retirada de la columna corría por el camino eludiendo la granizada de balas que caía del cerro.
Entonces el espectro se detuvo en seco, pareció dudar y se volvió hacia los caballos con la muerte dibujada en los colmillos. Montó el arma, apuntó y esperó a que los húsares estuvieran a tiro. Disparó. Joévin vio caer a un jinete a lo lejos, el dolmán agitado al viento como un trapo sucio. Después vio al hombre sacar una navaja y a otros húsares gritar enloquecidos blandiendo sus temibles sables curvos. Y espantado le oyó el nombre de una Virgen y el del rey Fernando mientras se lanzaba hacia los húsares en un ataque suicida. Uno de los jinetes le abrió la cabeza de un sablazo y el espectro cayó al suelo como un fardo, sin un quejido. Al instante, sin cesar en el galope, los soldados levantaron a Bobinot en volandas y lo arrastraron durante media legua hasta dejarlo sobre un carro cargado de heridos. Luego sintió un insufrible calambre en los pies y entre lamentos de dolor y tristeza perdió el conocimiento. Al llegar a Benaoján, el sargento Blumenroeder lo bajó a bofetadas del carro.
-¿Otra vez escapaste de la muerte, conejo inútil? –Le gritaba por el camino entre patadas-, debiste quedarte allí con el tarado de tu amigo.
Y siguió golpeándolo durante toda la marcha. Llovía torrencialmente, los soldados iban calados hasta los huesos y reinaba un frío amedrentador y mortífero. Amanecía cuando alcanzaron Ronda. Había salvado la vida una vez más, una vida devaluada por momentos, más remota conforme más la vivía, y se estremeció de miedo, de frío o de abandono. Pero antes de que el sol se ocultara tras las montañas, la nostalgia volvería a sacudirlo: un correo con abundante valija había logrado cruzar aquellas sierras infectadas de insurrectos y traía correspondencia para los soldados. No había carta para él, pero sí para el soldado Félicien Feyfant, una carta ansiada por su amigo durante meses, deseada con delirio y angustia de sediento.
Pobre Feyfant, nunca sabría lo que su madre contaba en aquellos renglones torcidos y mal escritos. Cuando otro soldado le alargó la carta con un gesto de tristeza, Bobinot la abrió. No tuvo valor entonces para leerla. La guardó cuidadosamente en su mochila esperando que la virulencia de la tristeza permitiera a otros sentimientos alojarse en su corazón. La madre de Feyfant enviaba a su hijo una pequeña cruz de plata. Una lágrima de melancolía surcó la mejilla de Bobinot. Cogió la cruz y se la colgó del cuello, como si fuera suya. Divagó entonces sobre la calculada determinación del diablo y sobre la desdeñosa impuntualidad de Dios: por muy poco había llegado tarde a su cita con Feyfant. Cerró los ojos y se echó a dormir recordando a su amigo, tumbado de costado en aquel charco del camino, en medio de la noche, con la mano extendida hacia la nada.
Sí, sin duda Feyfant hubiera derramado una lágrima por él, tal vez incluso rezado una oración ante su tumba y llevado su rostro en el recuerdo, como él llevaba ahora a Feyfant por aquel camino serpenteante que unía Arcos con la campiña. Se preguntó dónde irían. Nunca les decían dónde iban. Solo el silencio, el frío, el calor, la lluvia, los caminos polvorientos o embarrados, daba igual, y la sombra de la muerte presente en cada recodo del sendero. El infinito cansancio y el martirizante dolor de los pies. Y Blumenroeder, aquel canalla de Blumenroeder, siempre vigilando, siempre anhelando una excusa para martirizarlo.
Sin embargo, a aquellas alturas de la marcha la experiencia le susurraba al oído la cercanía de su destino. Faltaba poco para el amanecer y habían caminado varias leguas… Pensaba y pensaba… La infantería iba justa, solo un batallón; la caballería, sobrada: casi todo el 5º de Cazadores a Caballo con el propio barón Bonnemains a la cabeza… Y artillería. Sí, el barón del imperio caería sobre un pueblo con salidas a la llanura, por eso la caballería, para desplegarse con ventaja en los llanos… Y artillería para las casas. Habían salido de noche, sin duda para sorprender al enemigo a primera hora de la mañana. Y estaba amaneciendo. Sí, el objetivo estaba cerca. Además, la caballería se adelantaba ahora al batallón de infantería explorando la zona del encuentro. Algunos soldados reconocieron el paraje y opinaban que caerían sobre Puerto Serrano y otros que lo harían sobre Montellano, un poco más adelante. Hablaban animadamente. Bobinot desconocía aquellos pueblos; si había pasado antes por allí, no los recordaba.
De pronto vieron al regimiento detenido en el camino y al escuadrón de avanzadilla galopando al trote. <<Media legua más>> pensó Bobinot, y se palpó en el pecho el crucifijo de plata de Feyfant. Y entonces empezaron a avanzar a paso ligero. La caballería, al galope, se perdió de vista pronto. El sargento Blumenroeder azuzaba a su sección con gritos, insultos y blasfemias, como a un rebaño de ovejas perezosas, según su costumbre. A Bobinot le ardían los pies, y justo cuando el dolor se hacía insoportable, un pequeño pueblo, blanco y vulnerable al amparo de una montaña abrazada a las casas, se dejó ver a lo lejos. Bobinot distinguió la torre de la iglesia y un conglomerado de viviendas encaladas con techumbre de paja.
-Montellano –susurró un soldado a su espalda-, vamos sobre Montellano. A por Romero.
-¿Serán muchos? –preguntó alguien.
-Más de cien –contestó el soldado-, lo dijo ayer un teniente de dragones que llegó de Morón… A ver cuántos quedan cuando nos vean llegar.
-Ninguno –terció otro soldado entre risas-, acuérdate, antes o después no queda ninguno… Hasta el Conejo va a caer esta mañana. Los brigantes lo van a guisar en una olla de barro.
La tropa se entregó sin clemencia a las burlas de rigor, pero el soldado Joévin Bobinot no respondió, apuró el paso hasta que la columna se detuvo en un llano frente al pueblo. El coronel impartía órdenes a los oficiales mientras el comandante al mando del batallón de infantería lo mandaba formar de dos en fondo. El barón del imperio Pierre Bonnemains, héroe de Schleitz, Lübeck, Jena y Frieland, oficial de la Legión de Honor, distinguido en Burgos, Trujillo y Medellín, ahora sobre un caballo pardo, embutido pulcramente en su uniforme verde de coronel de cazadores, desenvainó el sable y cuadró la montura frente a la tropa. Iba a arengar a los soldados, disfrutaba haciéndolo antes de las operaciones.
A la espalda de aquel hombre culto y distinguido Bobinot vio escapar débiles columnas de humo, un humo tímido que presagiaba una mañana triste y sangrienta en aquel neblinoso y frío amanecer de abril. Inmediatamente antes de que el coronel hablara, como un preludio de sus palabras, las campanas de la iglesia empezaron a repicar enfurecidas mientras una bandera roja se alzaba en la torre. Cualquier posibilidad de acuerdo se había roto con aquel gesto. El barón giró la cabeza hacia el pueblo y lo señaló con el sable, subiendo y bajando la cuchilla lentamente como si pudiera cortarlo a tajadas desde lejos.
-¡Soldados de Francia! –Gritó con una voz chillona y aguda, falsamente enfurecida, ansiosa de marcialidad-, ¿estáis oyendo esas campanas? No repican porque hoy sea Domingo de Resurrección. Lo hacen porque estamos aquí nosotros, los mejores soldados que ha dado la invicta Francia. Con esa bandera roja nos desafían a nosotros, al emperador, a nuestra nación, a la suya y a su rey legítimamente establecido. Desafían al orden, a las leyes, a la moral y a los más elementales principios que pueda albergar el alma de cualquier hombre de bien. Los que hoy nos enfrentan no son soldados sino bandidos, un tumor para su nación y para la humanidad entera, y nosotros lo vamos a extirpar –el caballo de Bonnemains cabrioleó nervioso y alzó levemente las patas delanteras obligando al jinete a someterlo-. Esa alimaña que se esconde tras los niños, las mujeres y los ancianos de su propio pueblo, del que se dice alcalde, atacó la semana pasada a una de nuestras columnas, cobardemente y por la espalda, que es como los rufianes y los bandidos entienden la guerra. Asesinó al comandante y a varios de nuestros camaradas, soldados valientes como vosotros que por mantener el orden en estas tierras en nombre del rey no volverán a pisar aquella que los vio nacer. Se merece Romero el justo castigo de nuestra represalia.
Bobinot vio a lo lejos, tras la espalda del barón, a numerosos grupos de vecinos huyendo aterrados hacia los montes que flanqueaban el pueblo por el noroeste, y le parecieron animalillos indefensos y diminutos escapando de la muerte, trepando afanosamente por los riscos, espantados ante el barrunto del inminente huracán de fuego.
-Se merece una justa represalia y hoy la va a tener. Ya veis de qué calibre es su fanatismo –el caballo de Bonnemains piafaba de excitación-, obtuso, irracionalmente religioso, medieval, el peor de todos los fanatismos. ¡Soldados de Francia!, –Chilló ahora, apasionado- la jornada de hoy quedará para siempre en la memoria de todos los bandidos que infectan estos reinos.
También en la de los hombres de bien, que eternamente nos agradecerán haberlos librado de semejantes alimañas. ¡Viva Francia! ¡Viva el emperador!
Un clamor recorrió las filas de los cazadores a caballo y estremeció al 2º batallón del 43º de Infantería de Línea, un clamor que se extendió por el sur hasta los confines de la llanura y por el norte hasta las lindes de la sierra, hacia donde gran parte de la población huía espantada, un clamor que incendió todos los corazones pero no llegó siquiera a prender en el del soldado Joévin Bobinot: <<¡Viva Francia!>> <<¡Viva el emperador!>>. Gritos que se le antojaban envanecidos e indiferentes, desiertos como su propio corazón. Los tambores del batallón empezaron a redoblar con frenesí. Los caballos del 5º se encabritaban ante la expectativa de la batalla y el soldado Bobinot oyó a lo lejos al barón Bonnemains dirigirse a los oficiales.
-Yervantian, vos dirigiréis una columna por la izquierda –dijo con notable nerviosismo-, y vos, Tilly, lo haréis con otra por la derecha, taponando cualquier salida. El capitán Fenouillat cargará a mi orden por el centro. Yo quedaré aquí de momento con la artillería y con el escuadrón del teniente Coutreuve. Los voltigeurs apoyarán a los fusileros mientras penetran en las calles. Eso es todo, caballeros, ¡viva el emperador!
Bobinot caló la bayoneta y avanzó con su sección hacia el pueblo, a buen paso. Los voltigeurs se adelantaron corriendo para tomar posiciones y cubrir la entrada, pero al momento intercambiaron disparos con algunos defensores apostados en las casas. No parecían muchos, a juzgar por la descarga, tal vez una docena. Vio caer a un voltigeur y luego a otro. Los del pueblo eran buenos tiradores. Instintivamente agarró la cruz de Feyfant y en ese momento sintió en su hombro la manaza inconfundible del sargento Blumenroeder.
-Este es el peor sitio para desertar, Conejo –le susurró al oído, dejando en su olfato una dulzona tufarada de aguardiente-, pero si estás pensando en ello, yo mismo estoy dispuesto a ayudarte. A ver si tengo suerte y veo que te pillan vivo esos salvajes.
Y lo golpeó en la espalda con la culata del mosquete instándolo a avanzar. Joévin Bobinot lo hizo pesadamente, arrastrando aquella rémora de pies con los que había nacido, deseando en lo hondo del corazón que una bala perdida se lo partiera en dos. Volvió a pensar en el soldado Feyfant, en la impuntual carta de su madre y en la cruz de plata colgada del cuello. Pero también pensó en su propia madre y en la apacible granja familiar, en el lejano Saint Antoine L’abbaye, allá en los Alpes, en la ya por completo inasequible Francia.
Pensó en sus hermanas y en sus vecinos, en aquellos amores utópicos y remotísimos de la pubertad, en el desgraciado sorteo en la plaza del pueblo, en la Ley Jourdan y en todas las guerras emprendidas por un maldito emperador que no era el suyo porque su único imperio estaba en la granja de su madre, en Saint Antoine L’abbaye, su pueblo y el del soldado Feyfant. Su granja, su imperio… Ahora sabía al fin por qué no recibía cartas de su casa. Ahora más que nunca era necesario estar junto a los suyos: <<Por favor, Félicien, no digas nada de esto a Joévin, su madre no quiere abrumarlo con más penas de las que soporta ya>>, rogaba la madre de Feyfant en aquella carta a su difunto amigo. Y sus recuerdos de Saint Antoine L’abbaye estuvieron de nuevo, aquella mañana, percochados de una nostalgia sombría, porque siempre que recordaba a su gente y a su tierra en aquella indomable España, los recordaba saludándolos desde lejos, como despidiéndose de ellos, como si ya estuvieran muertos y él siguiera vivo o como si todos estuvieran vivos y el muerto fuera él.
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