MIGUEL ANGEL Toledano
La llegada del Equinocio de otoño nos toma este año envueltos en una
nebulosa de sensaciones contradictorias: una semana más, tal vez dos, y
ya tal vez nos sentiríamos preparados anímicamente para abandonar
definitivamente los territorios del verano y adentrarnos en el ámbito
del recogimiento. Unos días de tregua tan solo es lo que reclamamos.
Unos días que nos permitan avanzar lentamente desde una ribera a la otra
sin sentirnos arrastrados, ante las primeras lluvias y el desplome de
las temperaturas, por una inicial comparecencia de sensaciones
desconocidas. Septiembre es un mes cruel. Eliot hablaba en su famoso
poema de abril --la ebriedad de la llegada de la primavera, cuando el
ánimo se desconcierta y nos deslumbra la vida como relámpago veloz que
sucede en silencio--, pero septiembre es el otro ángulo insomne de esa
esfera en la que sentimos que el suelo se nos mueve bajo los pies.
El verano como un oasis. Un enclave de frescura en medio de tantos
territorios vacíos, algo más que un alivio de caminantes o un sueño de
extraviados. Aparte de un espacio estacional, el verano también incluye
una idea netamente literaria más o menos referida a las posibilidades
paisajísticas de la aventura. Es como si esa sola imagen que se asocia y
al mismo tiempo se opone a la del desierto, el invierno, nunca hubiese
dejado de remitir al extraño magnetismo de ciertas historias ancladas en
la infancia y la adolescencia. Los recuerdos anónimos que pueblan los
oasis veraniegos de nuestras vidas son los héroes que protagonizan
--después ya para siempre en la memoria-- un litigio perenne contra las
embestidas inmisericordes de la soledad. Pero los días avanzan y la
realidad, como un inmenso navío, nos envuelve con sus imprevisibles
cambios de sensaciones térmicas, sus abandonos y despedidas, y sus
correspondientes referentes sentimentales.
Ello nos lleva en
algún momento a desear que la luz no se retire tan de pronto, ¿por qué
tiene que irse cuanto antes?, que se detenga un poco y nos permita una
tregua amable para aclimatarnos. Porque adentrarse en el invierno es
siempre una aventura inquietante y literariamente se asemeja a una
especie de fin del mundo. Imagino lo que sentirían los navegantes
antiguos cuando se adentraban en alta mar y ya no vieran la tierra. Todo
desconcierto y fragilidad. No será fácil, porque la vida exige un
ambiente ancho, extenso, pero ha de prosperar incluso en condiciones
adversas, y la sensación de desolación y falta de perspectivas obligará a
examinar con más intensidad las prioridades. Las hojas secas y los días
cada vez más cortos nos hacen pensar en algo que se acaba, pero también
en una espera de porvenir. La llegada del otoño al final nos abrirá
hacia los deseados territorios del tacto.
* Profesor de Literatura