Como cada tarde de jueves después de dejar a mi
hija en el conservatorio de danza, dirijo mis pasos hacia la Biblioteca pública
Provincial de Córdoba. No es que sea un tipo estudioso, ávido de lectura. Es más
simple: en invierno hace mucho frío como para estar dos horas vagando por las
calles sin rumbo fijo mientras espero a que termine mi hija sus clases. La
biblioteca, a escasos metros del conservatorio, me ofrece un cómodo sillón donde
sentarme, una agradable temperatura, tranquilidad, agua fresca y conexión Wi-Fi
para mi iPad. Y todo completamente gratis. ¿Qué más se puede pedir? Esa es mi
rutina semanal. Una rutina rota cuando hace unos días, en vez de seguir mi
habitual camino hasta la biblioteca, cambié de rumbo y me encaminé hacía uno de
los edificios más simbólicos de Córdoba.
Dicen que los espectros, las apariciones, viven en
una realidad sin espacio ni tiempo. Muchas veces es porque no saben salir de
ahí, porque no se han dado cuenta de que están muertos. Vagan por los lugares
donde fallecieron sin saber que han abandonado el mundo de los vivos,
arrastrando sus antiguos traumas a una realidad que no les pertenece. Los
antiguos hospitales son lugares propensos a albergar estos peculiares inquilinos
debido, dicen los expertos en la materia, al sufrimiento acumulado durante
décadas entre sus paredes y al golpe fatídico que produce en las almas un
repentino salto de la vida a la muerte.
En pleno Barrio de
la Judería, muy cerca de la Mezquita-Catedral y del Conservatorio Profesional de
Danza Luis del Río, encontramos uno de los edificios más emblemáticos de
Córdoba; un buen ejemplo de cómo era la arquitectura civil de nuestra ciudad en
el siglo XVIII. Proyectado como Colegio en 1701 por el arquitecto Francisco
Hurtado Izquierdo a instancias del Cardenal fray Pedro de Salazar y Toledo, es
la “Muerte Negra”, una espantosa epidemia de peste sufrida en la ciudad
en el año 1704 que lleva a la tumba a miles de cordobeses, unida a la deficiente
situación sanitaria de la ciudad, la que provoca que el primitivo proyecto, casi
acabado, abandone su concepción inicial como colegio para convertirse en un
moderno hospital. El proyecto original sufre diversas modificaciones con el solo
objetivo de adecuar el edificio a sus nuevas funciones hospitalarias,
inaugurándose finalmente el 11 de noviembre de 1724.
Durante más de cien
años, el Hospital del Cardenal Salazar acoge en sus salas, enfermos
pobres, presos, dementes e incluso durante la Guerra de la Independencia se usa
como hospital militar. Es en 1837 cuando se le da una nueva utilidad,
convirtiendo el viejo Hospital del Cardenal en sanatorio de enfermos crónicos,
pasándose a llamar Hospital de Agudos hasta que en 1969 cierra
definitivamente sus puertas que no su vida útil pues, al cesar sus funciones
sanitarias, en 1971 pasa a ser Colegio Universitario, dependiendo directamente
de la Universidad de Sevilla, integrándose dos años después en la recién creada
Universidad de Córdoba. Hoy esta espléndida construcción funciona como facultad
de Filosofía y Letras pero tras de sí arrastra un historial de casi de
doscientos cincuenta años de enfermedad y sufrimiento, lugar de cultivo, como
decía al principio, de sucesos extraños, espectros y apariciones.
Bien abrigado pero
con algo de frío, me muevo por las callejuelas de La Judería hasta llegar a la
Plaza de Cardenal Salazar donde se encuentra la Facultad de Filosofía y
Letras, lugar donde tantas y tantas veces esperé a mi novia al terminar su
horario de clases. Entro por sus puertas, las mismas que protegían sus entrañas
cuando se inauguró allá por el año 1724 y me adentro en el corazón del edificio.
Dentro de sus muros, desde siempre, se ha tenido la creencia de la existencia de
almas en pena que vagan por los pasillos del centro, de espectros de otras
épocas o apariciones fantasmales que dejaron sus vidas siendo víctimas de las
epidemias que asolaron a la ciudad en siglos pasados. Hay personas que sienten
desasosiego al circular por sus pasillos, en el interior de determinadas aulas,
o al usar las antiguas escaleras que dividen los dos patios interiores, sin
embargo a mí esta vetusta edificación me produce la misma sensación de paz y
tranquilidad que hace veinte años, cuando esperaba a mi novia sentado en uno de
los bancos del patio principal, leyendo un libro o una revista.
Hay testimonios de
guardias de seguridad que en sus rondas nocturnas han oído fuertes ruidos en la
segunda planta. Han visto la figura de un niño pequeño de unos seis años,
vestido con ropas de otra época, corriendo por sus pasillos y la imagen de una
persona con muy mal aspecto, con pinta de enfermo de hospital que tose
repetidamente. Empleados de mantenimiento han sentido presencias a su lado, han
oído que los llaman por su nombre, se han vuelto y no han visto a nadie.
Empleadas de la limpieza han visto la sombra de una monja pasearse por la
segunda planta… Los hechos inexplicables acompañan a este tipo de fenómenos:
luces que se encienden y apagan solas, súbitas bajadas de temperatura,
mobiliario que se mueve solo sin motivo aparente, contraventanas de la planta
superior que se cierran y abren solas… Los múltiples testimonios de asustados
testigos se han acumulado a lo largo de estos años sin que ellos mismos hayan
sabido dar una explicación razonable a este tipo de sucesos que han vivido en
primera persona. Al igual que en el edificio de la facultad de Derecho, se han
realizado investigaciones en el interior de este recinto académico sin llegar a
ninguna conclusión coherente.
Más allá de todos
estos hechos, este edificio llega a impresionar porque en él todavía se pueden
observar las huellas de un pasado de siglos de uso sanitario. En las
contraventanas del segundo cuerpo del patio principal aún pueden verse nombres y
fechas de pacientes que allí estuvieron ingresados. Nombres grabados en la
madera con un objeto punzante, usando grafía de otra época, posiblemente de puño
y letra de los mismos enfermos. La mayoría de estas inscripciones se remontan a
los siglos XVIII y XIX y reconozco que un escalofrío me corre la espalda al ver
los nombres tallados en la madera. “Menéndez 1773”, “Pedro Alcántara de Leon,
año 1798”, “Mariano Arroio, año 1800”… Nombres casi velados por capas y
capas de pintura acumuladas en la madera a lo largo de los siglos. Caminando por
algunas de las aulas más antiguas podemos contemplar como aún perviven los
raíles por donde el personal llevaba las camillas con destino a la morgue.
Señales aquí y allá de un pasado centenario, como las antiguas Capillas Alta y
Baja, convertidas en la actualidad en aulas.
Después de un largo
rato de deambular por sus antiguos pasillos, prácticamente vacíos pues es
víspera de exámenes y las clases se han suspendido, de sacar algunas fotos con
mi móvil y de comparar mentalmente el estado actual del edificio con unas
antiguas fotos del siglo pasado; fotos de cuando el edificio era aún el Hospital
de Agudos, sacadas de la página web de la Universidad de Córdoba y que algunas
de ellas acompaño a estas líneas, salgo a las calles de la Judería y al frío
enero cordobés, imaginando todavía en mi mente al desconocido Pedro Alcántara de
León, con su afilada navaja en la mano, grabando su nombre en una de las
contraventanas de la planta superior del patio principal, para dejar constancia
de que en el año 1798 él estuvo allí y curó de su enfermedad. O tal vez murió
más tarde a causa de ella. El tiempo lo borra casi todo. Resultaría interesante
pasar allí una noche. ¿Alguno de vosotros sería capaz de acompañarme?
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