MIGUEL ANGEL Toledano 05/05/2014
Fedra y la pasión. Apenas sin darnos cuenta acabamos de penetrar en un nuevo ciclo de la luz y a mí me coge, sólo por unos días, en una isla azul inmenso y perfectamente desinformado de la actualidad, aunque vivo o lleno de olas y recuerdos. Abro el libro que me acaban de regalar y me sumerjo en un personaje verdaderamente extraordinario: Fedra. Han pasado varios siglos desde que Racine escribiera su obra, y no han sido pocos quienes se han inspirado igualmente en este mito para hablar de las pasiones. La fatalidad y la intensidad en los sentimientos siguen despertando el interés no a sólo estudiosos de la literatura, sino a infinidad de lectores que se fascinan ante lo grandioso de la obra de Racine y el destino fatal de sus personajes. Si Fedra pudiese alguna vez hablar desde sí misma y en su defensa -en lo que sería una hermosa y singular interpretación del mito trágico-, adoptaría el punto de vista menos razonable: el de una mujer enamorada, exiliada y rebelde; es decir, por tres veces fuera de la ley. Arrojada a la desmemoria por triplicado. Un ser, en definitiva, al que sólo un poeta podría prestarle voz.
Quizá tú también lo has pensado --dice Fedra a Hipólito-. Las cosas más bellas a menudo las decimos cuando queremos evitar decir una verdad; y tal vez esa verdad silenciada sea la que le da gran hermosura e imprecisión a las trilladas palabras ajenas. Esa es ley eterna de la belleza, dicen. La imprecisión siempre es testimonio de algo profundo y preciso, aunque probablemente trágico o animal, un deseo sacrificado. Ni por un momento nos pueden resultar ajenas esas palabras, que son poéticas porque nos remiten al fuego original de la vida, de su sepultada memoria prehistórica; imprecisas palabras de antes de que hubiera palabras, o de que estas se transformasen en órdenes y leyes, claras y concluyentes. Y aunque a veces lo olvidemos, siempre nos queda el estremecedor clamor lírico, rebosante de orgullo de Fedra, la incestuosa reina de las sombras, voceando por doquier, a quien quiera escucharla, la sagrada memoria de lo olvidado. Porque el sino triste de la vulnerable Fedra, como el de su hermana Ariadna, ambas princesas cretenses, ha sido explicado en algún momento como fruto de un paso en el proceso de civilización, aquel en que se produce la sustitución del matriarcado por el patriarcado, una "conquista" que no se saldó sin muy dolorosas pérdidas. Para otros interesados y estudiosos sólo es una más de las cosas del hado, que, como afirma el proverbio clásico, conducen a quienes lo aceptan y arrastran a los demás.
* Profesor de Literatura
Fedra y la pasión. Apenas sin darnos cuenta acabamos de penetrar en un nuevo ciclo de la luz y a mí me coge, sólo por unos días, en una isla azul inmenso y perfectamente desinformado de la actualidad, aunque vivo o lleno de olas y recuerdos. Abro el libro que me acaban de regalar y me sumerjo en un personaje verdaderamente extraordinario: Fedra. Han pasado varios siglos desde que Racine escribiera su obra, y no han sido pocos quienes se han inspirado igualmente en este mito para hablar de las pasiones. La fatalidad y la intensidad en los sentimientos siguen despertando el interés no a sólo estudiosos de la literatura, sino a infinidad de lectores que se fascinan ante lo grandioso de la obra de Racine y el destino fatal de sus personajes. Si Fedra pudiese alguna vez hablar desde sí misma y en su defensa -en lo que sería una hermosa y singular interpretación del mito trágico-, adoptaría el punto de vista menos razonable: el de una mujer enamorada, exiliada y rebelde; es decir, por tres veces fuera de la ley. Arrojada a la desmemoria por triplicado. Un ser, en definitiva, al que sólo un poeta podría prestarle voz.
Quizá tú también lo has pensado --dice Fedra a Hipólito-. Las cosas más bellas a menudo las decimos cuando queremos evitar decir una verdad; y tal vez esa verdad silenciada sea la que le da gran hermosura e imprecisión a las trilladas palabras ajenas. Esa es ley eterna de la belleza, dicen. La imprecisión siempre es testimonio de algo profundo y preciso, aunque probablemente trágico o animal, un deseo sacrificado. Ni por un momento nos pueden resultar ajenas esas palabras, que son poéticas porque nos remiten al fuego original de la vida, de su sepultada memoria prehistórica; imprecisas palabras de antes de que hubiera palabras, o de que estas se transformasen en órdenes y leyes, claras y concluyentes. Y aunque a veces lo olvidemos, siempre nos queda el estremecedor clamor lírico, rebosante de orgullo de Fedra, la incestuosa reina de las sombras, voceando por doquier, a quien quiera escucharla, la sagrada memoria de lo olvidado. Porque el sino triste de la vulnerable Fedra, como el de su hermana Ariadna, ambas princesas cretenses, ha sido explicado en algún momento como fruto de un paso en el proceso de civilización, aquel en que se produce la sustitución del matriarcado por el patriarcado, una "conquista" que no se saldó sin muy dolorosas pérdidas. Para otros interesados y estudiosos sólo es una más de las cosas del hado, que, como afirma el proverbio clásico, conducen a quienes lo aceptan y arrastran a los demás.
* Profesor de Literatura