Mariano Rajoy ya no tiene balas en la recámara. Se
le han acabado hasta los argumentos falaces que no ha dejado de prodigar
desde que llegó a La Moncloa. Se ha quedado sin instrumentos para
intentar revertir la deriva hacia el abismo que ha emprendido su
Gobierno. Y está perdiendo a raudales la fuerza política que le confiere
la mayoría absoluta del PP y el dominio que se suponía que ejercía en
su partido.
En la conferencia de prensa de este
viernes dio la peor imagen que puede dar un dirigente político: la de
quien no controla los acontecimientos, la de que estos se producen como
consecuencia de dinámicas de las que él está ausente o en las que es
incapaz de influir. Y una situación como esa no puede durar mucho. Por
poca movilización que haya, por muy mal que esté el PSOE, por mucho que
parezca que la derecha lo tiene todo amarrado.
Rajoy
despreció a los periodistas que tenía delante y a los ciudadanos que,
legítimamente, esperaban que, respondiendo a las preguntas que aquellos
le formularon, el presidente diera alguna indicación sobre lo que le
espera a España en el año que empieza la semana que viene.
O que explicara, tal vez incluso intentado convencer a alguien, por qué
él mismo o su Gobierno o el partido que él preside han hecho o
permitido que ocurrieran algunas de las cosas de las que se ha tenido
noticia en las últimas semanas: la barbaridad de la ley del aborto, el
esperpento de la subida de las tarifas eléctricas, la inaudita
intervención de los archivos y de las cuentas del PP por parte del juez
que investiga el escándalo Bárcenas.
O que diera
alguna luz sobre la estrategia que tiene el Gobierno para hacer frente
al desafío catalanista. Que, sea cual su opinión al respecto, inquieta a
muchos ciudadanos. Porque comprueban que el choque de trenes está cada
vez más cerca y temen, con razón, que un enfrentamiento de esa índole
podría ser la puntilla del proceso de deterioro en todos los frentes que
España sufre desde que el PP llegó al Gobierno. Y, claro está, desde
antes también.
A las preguntas en torno a ese asunto,
Rajoy respondió como lo habría hecho un guardia civil recién salido de
la academia: afirmando que se cumplirá la ley. Que, según nuestro
presidente del Gobierno, no admite más lectura que el rechazo sin
paliativos a cualquier demanda que proceda de Cataluña. Ni una palabra
más, ni un matiz siquiera. Seguramente porque eso gusta a los más duros
de los suyos. Pero desazona, y cómo, a quienes creen que la política, y
sobre todo el ejercicio del poder ejecutivo, es sobre todo mediación,
diplomacia y negociación.
Con la nueva ley del
aborto, que indigna a millones dentro y fuera de España, más de lo
mismo. Palo y tentetieso, a la vieja usanza. Atrás quedó la época en la
que el PP medía hasta el milímetro sus movimientos en el terreno de los
derechos humanos porque sabía que muchos de sus votantes, y hasta
alguno de sus militantes, no compartían en ese tipo de cuestiones la
actitud de la derecha que venía del nacional-catolicismo, de la reacción
más brutal y trasnochada. Ahora se han arrumbado esos pruritos porque
así lo ha exigido la Conferencia Episcopal. Y Rajoy, en el que
seguramente es el episodio más claro de su debilidad política, ha cedido
ante ella porque se sentía incapaz de hacerle frente.
Lo de las tarifas eléctricas ha terminado en farsa y Rajoy no se ha
dignado añadir una palabra al comunicado oficial que anuncia que sólo
subirán un 2,3% en enero. Hace un mes, su ministro de Industria decía
que lo harían en un 4-5%. Luego, cuando Montoro rechazó la subvención de
3.600 millones a las eléctricas a la que su colega Soria se había
comprometido, éstas provocaron que el aumento fuera del 11%.
Ahora, el mismo Rajoy que toleró, inane, ese rifirrafe, sigue callando.
Y el que más o el que menos, expertos incluidos, no sólo prevén que la
luz no tardará mucho en volver a subir, sino también que el
enfrentamiento entre el Ejecutivo y las eléctricas –uno de los mayores
poderes económicos de este país– asumirá dimensiones aún más graves que
las actuales.
Pero para que los españoles olviden
esas y otras cuitas, el presidente del Gobierno volvió el viernes a
proclamar las bondades económicas que esperan a España en 2014. Usó
datos sesgados o inconsistentes para apoyar sus promesas. Como el de que
las exportaciones han crecido un 6% en octubre, cuando en el conjunto
del año han caído a los niveles de 2009. O como que el paro registrado
en el INEM ha caído un poco en el último trimestre, cuando todo indica
que la EPA, que es la única fuente de información fiable al respecto,
confirmará en breve que seguimos en los 6 millones. Mientras los datos
de la Seguridad Social confirman mes tras mes que sigue cayendo el
número de afiliados.
Nada de esto último mencionó
Rajoy. Ni tampoco dijo que la morosidad bancaria está en tasas
históricas, que en 2013 el crédito ha caído a niveles de hace décadas,
que en estos momentos el volumen de inversión –pública y privada– sólo
es comparable al de hace medio siglo, o que España no cumplirá los
requisitos de déficit público exigidos por la UE –entre otras cosas
porque este Gobierno no ha recortado ni las subvenciones ni los favores
fiscales que hace a sus amigos–. Ni tampoco, que la deuda del sector
financiero o la de las familias están a niveles insostenibles y que no
pocos analistas, españoles y extranjeros, prevén que en un determinado
momento una restructuración –es decir, el impago de una parte de estas
deudas– será inevitable, con sus nefastas consecuencias.
Frente a todo eso –y la lista de problemas económicos es bastante más
larga–, Rajoy volvió a contar la milonga de la recuperación inminente.
Que ya no se cree nadie, ni siquiera los grandes empresarios y banqueros
que en los últimos meses la han vendido sólo para quedar bien con ese
Gobierno que tan bien les trata. Y la desazón al respecto empieza a
cundir hasta en los círculos de la dirección del PP, en los que los
enfrentamientos entre Montoro y el presidente de la Comunidad de Madrid,
o las puntuales disconformidades con la ley del aborto, podrían ser
síntomas de una inquietud más amplia.
Porque si los
hechos desmienten el único palo al que Rajoy puede hoy agarrarse, el de
la prometida recuperación, y seguramente no tardarán mucho en hacerlo,
el líder del PP quedará colgado en el aire, sin nada a lo que agarrarse.
Y el partido no cometerá el suicidio colectivo de nombrar a un hombre
en esas condiciones como cabeza de lista para las generales. Puede que
no haya Rajoy para mucho rato.