MIGUEL ANGEL Toledano 16/12/2013
Es curioso que el oficio de contar historias sea uno de los más viejos del mundo, como si la necesidad de fabulación del hombre hubiese nacido con él, como si en el mismo instante de tomar conciencia de la realidad, necesitara salirse de ella, situarse a cierta distancia para comprenderla. Parece que al hombre lo le basta la vida. Que nunca le ha bastado. La necesidad de trascender la realidad, de encontrar una verdad enterrada en los quehaceres cotidianos, en ese suceder abrumador de rutinas no concluye el mundo. Algo nos empuja a romper el hilo conductor de nuestras vidas y a hacernos una pregunta. De sobra sabemos ya que no hay respuesta, pero eso no detiene nuestra necesidad de seguir preguntando, de seguir inventando y leyendo relatos que nos acerquen al misterio.
En nuestro desconcierto --y más en los primeros años de nuestra vida-- nos gusta leer o escuchar historias que nos permitan vislumbrar leves rendijas por las que se filtre un sentido sobrenatural y mágico, un mundo remoto del que tal vez venimos y al que volveremos, un poder y una gloria que como humanos no nos pertenecen. Luego vamos creciendo y nos vamos apartando de esos territorios en los que las palabras sonaban con inocencia, hasta que llega un momento en que muy raras veces volvemos a los cuentos infantiles. Y siempre nos queda la sospecha de que en aquellas palabras primeras de las que nos hemos ido alejándonos, en las primeras historias que nos contaron, o hubiésemos deseado que nos contasen, pudiera estar la clave de todo lo que nos empuja todavía, de lo que hemos seguido o pudiésemos seguir leyendo después, en una especie de necesaria reparación.
El mundo no siempre es un lugar agradable y nuestra capacidad de mejorarlo no parece muy clara, la vida no resulta sencilla, no encontramos respuestas o no las necesarias... ¡Cuánto se agradece entonces la posibilidad de sumergirnos en las páginas de un buen libro que nos muestre la vida de otro modo y nos ofrezcan un poco de alegría! El que sabe escuchar atiende las palabras. La literatura no posee el poder de cambiar el mundo, pero su mirada sobre la realidad y sobre las personas proporciona un insólito consuelo.
Un libro puede sacarnos de nosotros mismos, de ese horizonte helado, un libro puede sin duda hacernos mirar y sentir de otra manera. En un buen libro puede estar el humor que nos falta, ese amor, esa nostalgia, ese paso hacia un lugar indeterminado y valioso. Ese temblor.
* Profesor de Literatura
Es curioso que el oficio de contar historias sea uno de los más viejos del mundo, como si la necesidad de fabulación del hombre hubiese nacido con él, como si en el mismo instante de tomar conciencia de la realidad, necesitara salirse de ella, situarse a cierta distancia para comprenderla. Parece que al hombre lo le basta la vida. Que nunca le ha bastado. La necesidad de trascender la realidad, de encontrar una verdad enterrada en los quehaceres cotidianos, en ese suceder abrumador de rutinas no concluye el mundo. Algo nos empuja a romper el hilo conductor de nuestras vidas y a hacernos una pregunta. De sobra sabemos ya que no hay respuesta, pero eso no detiene nuestra necesidad de seguir preguntando, de seguir inventando y leyendo relatos que nos acerquen al misterio.
En nuestro desconcierto --y más en los primeros años de nuestra vida-- nos gusta leer o escuchar historias que nos permitan vislumbrar leves rendijas por las que se filtre un sentido sobrenatural y mágico, un mundo remoto del que tal vez venimos y al que volveremos, un poder y una gloria que como humanos no nos pertenecen. Luego vamos creciendo y nos vamos apartando de esos territorios en los que las palabras sonaban con inocencia, hasta que llega un momento en que muy raras veces volvemos a los cuentos infantiles. Y siempre nos queda la sospecha de que en aquellas palabras primeras de las que nos hemos ido alejándonos, en las primeras historias que nos contaron, o hubiésemos deseado que nos contasen, pudiera estar la clave de todo lo que nos empuja todavía, de lo que hemos seguido o pudiésemos seguir leyendo después, en una especie de necesaria reparación.
El mundo no siempre es un lugar agradable y nuestra capacidad de mejorarlo no parece muy clara, la vida no resulta sencilla, no encontramos respuestas o no las necesarias... ¡Cuánto se agradece entonces la posibilidad de sumergirnos en las páginas de un buen libro que nos muestre la vida de otro modo y nos ofrezcan un poco de alegría! El que sabe escuchar atiende las palabras. La literatura no posee el poder de cambiar el mundo, pero su mirada sobre la realidad y sobre las personas proporciona un insólito consuelo.
Un libro puede sacarnos de nosotros mismos, de ese horizonte helado, un libro puede sin duda hacernos mirar y sentir de otra manera. En un buen libro puede estar el humor que nos falta, ese amor, esa nostalgia, ese paso hacia un lugar indeterminado y valioso. Ese temblor.
* Profesor de Literatura