Carmen Rengel
Albaceteña de nacimiento, sevillana por raíces y crianza, es
periodista y reside en Jerusalén, desde donde cubre la actualidad de
Israel y Palestina. Trabaja como freelance para diversos medios, como
Canal Sur TV, la Cadena Ser y El País. Durante más de ocho años se
dedicó a la política andaluza y sevillana en El Correo de Andalucía y
fue asesora de prensa en la Secretaría de Estado de Defensa del Gobierno
español. Es autora del ensayo 'El viaje andaluz de Robert Capa'.
andaluces. es / CARMEN RENGEL / 16-10-2013
Estos días ha muerto Israel Gutman, posiblemente el mejor historiador
del Holocausto nazi. Escribió sobre lo que vivió, superviviente como
era de tres campos de exterminio, sin padres ni hermanos por el asedio
al gueto de Varsovia –donde luchó en la resistencia judía y quedó lleno
de metralla y ciego de un ojo-, pionero en emigrar a un Israel aún no
creado, hombre de campo transformado en profesor e investigador por el
ansia de contar al mundo, de hacer que todos supieran, que nadie dudara
de la pesadilla. Gutman no trabajaba desde su primera persona sufriente, sino desde la franqueza del historiador fiable, prosa limpia e hiriente por el peso de la verdad, que era su meta, ordenada y precisa, para impedir la desmemoria.
Cuando Gutman daba conferencias o acudía a un instituto a hablar a
los adolescentes, era todo pasión, humor, entrega. Siempre al pie de los
hechos, pero también siempre irónico, con puyas para los
bienintencionados gobiernos aliados que se cruzaron de brazos y los
ciudadanos que volvían la cabeza hacia otro lado, siempre crítico y
temeroso de repetir los mismos errores, de no aprender, de no hacer
justicia en la medida necesaria. Un señor lúcido y humano, pese a que un día quisieron despojarlo de su condición de hombre. Así fue hasta sus 90 años.
Siempre que veía a Gutman pensaba en lo bien que se llevaría con un
hombre tan parecido a él como Cecilio Gordillo. El israelí sólo hubiera
reprendido sus camisetas, muchas veces con lemas reivindicativos, muy
políticas, frente a sus chalecos clásicos de cuello de pico y el
pantalón de pinzas. Serían buenos colegas. A Gordillo ustedes lo
conocerán por ser el coordinador del proyecto Todos los nombres –“Que
mi nombre no se pierda en la Historia”, es el lema de esta base de datos
de víctimas del franquismo- y como impulsor del grupo de
memoria histórica del sindicato CGT. Yo lo tengo por la fuente más
fiable y entrañable que he tenido en mi carrera y creo que nadie nunca
le hará la competencia ni siquiera mínimamente.
Cecilio vive para recordar y para actuar. La imagen de Pepito Grillo, de conciencia de los olvidadizos pinochos, se queda corta con él.
Es cabezota, peleón, escéptico pero no descreído ni cínico, curioso en
extremo, convencido de que su obligación es no callar, ni poner buena
cara para agradar. Sus tirones de orejas duelen. No se deja embaucar por
los despachos de alfombras mullidas, a los que va sólo a pedir lo que
cree justo. Nunca agranda las cifras ni las historias, que
bastante duras son, y por eso de él se fían los grandes historiadores
como Paul Preston. No tiene doblez, no engaña. Es un cacho de
pan a las buenas y un ciclón a las malas. Sólo con los malos. “Íntegro”
debería ser su tercer apellido.
No están leyendo una loa al amigo. Esto es más bien una queja
ante la incomprensible falta de reconocimiento de un hombre entregado a
reducir el dolor aplicando justicia como bálsamo a los descendientes de
los muertos, detenidos, humillados, esclavizados y perseguidos de la
Guerra Civil española y la dictadura posterior. Alguien, algún
día, debería acordarse de este extremeño de origen para una Medalla de
Andalucía o como Hijo Predilecto. Seguro que le espanta la idea del
boato y el politiqueo glosando sus méritos. Pero se lo merece. Por eso
debe trascender a la calle su impagable tarea.
De su gente y su equipo fueron los primeros pasos serios para
reivindicar la memoria histórica en España, cuando nadie había acuñado
aún esa etiqueta, cuando en ninguna agenda estaba la prioridad de cerrar
la herida del desconocimiento y la angustia. La sociedad se sumó a su
empeño, lentamente, y la maquinaria rodó sólo porque Cecilio y los
suyos, junto a otras asociaciones pioneras, estaban ahí para echar una
mano. Empezó buscando a los anarcosindicalistas perseguidos por
el fascismo, pero descubrió demasiado como para enterrarlo doblemente en
los archivos.
Su voz, incansable, alerta, ha llevado a las nuevas generaciones a
conocer el Canal de los Presos del Bajo Guadalquivir levantado por miles
de republicanos; el campo de concentración de Los Merinales, el mayor
de los más de 150 que había en España; las vidas de Melchor Rodríguez o
Pedro Vallina; el dolor de los andaluces de Mauthausen; los barcos-checa
del sevillano Muelle de la Sal; la vida de los presos políticos en la
cárcel de La Ranilla. Cecilio grita que no se puede hacer
merchandising con Casas Viejas -¿recuerdan el Hotel Utopía?-, que no se
puede ocultar información en un registro civil en plena democracia.
Es el hombre de temple que pide “cordura y prudencia” cuando se busca a
Federico García Lorca en Alfacar y que murmura temblando un nombre, San
Rafael, que ni millones de noticias por venir podrán sepultar en mi
mente. Sin Cecilio, sin su pelea y las ondas que genera su movimiento
pesado y cojo, no tendríamos enterrados en paz a 2.840 malagueños.
“No son, a simple vista, sólo huesos”, como canta Pedro Guerra. No
para hombres como este hombre. No para el guardián de la memoria.
Tampoco debería serlo para las administraciones que cercenan
presupuestos, que ponen en jaque lo avanzado. El ruido de sus recortes
nunca podrá poner sordina a la conciencia de hombre sublevada de Cecilio
Gordillo.