Rubén Díaz Caviedes: A favor de Cecilia
Me niego en redondo a aceptar la idea, o a hacerlo sin rechistar, de que la señora que pintó el ya bautizado como Ecce Mono
esté malísima en cama, con un ataque de ansiedad y no sé cuántas cosas
más, estando las rotondas de España, como están, cuajadas de esperpentos
mucho peores. Me dirán simplista, populista o gilipollas perdido, pero
es que me da igual.
Me
niego a que la broma sea de repente la anciana infeliz que pintó un
busto de Cristo entre cubista y mal, y no el artista, el concejal y el
contribuyente que cobra, contrata y paga, respectivamente, patatas atómicas, gurruños y monumentos a los poetas.
Me niego a que haya que reírse de ella o profesarle siquiera
condescendencia en un país donde los asesores de urbanismo corruptos tienen en el baño mirós de millones de euros y medra con dinero público la espantajería calatravesca, mientras iglesias de siglos de antigüedad —aquí una, aquí otra, aquí otra, otra más, otra, otra y otra,
por poner unos ejemplos— se nos caen ante nuestros ojos sin que nos dé
siquiera vergüenza. En un país, como el nuestro, en el que lo que
entendemos por “conservación del patrimonio” es convertir los palacios
en posadas rurales y ponerle a un castillo del siglo XII un ascensor de metacrilato.
Me niego a aceptar que la obra Mujer luna del ínclito Ripollés —creador que les sonará de cierta escultura en cierto aeropuerto sin aviones— se parezca tanto, pero tanto, al eccehomo resultante de las manos hacendosas de Cecilia,
y a que uno valga tanto y el otro tan poco. Me niego a que la
octogenaria que quiso rescatar de la podredumbre y la humedad una
pintura exquisita de finales del XIX tenga que redimir su pecado
pidiendo perdón y llorándole a España por las cámaras de Telecinco, tu
cadena amiga, mientras el amigo Ripollés se te planta tan ancho en la
preceptiva rotonda a inaugurar esto y a reclamar
sus 300.000 euros del dinero público más, ojo, 127.000 de sobrecoste.
Es que me niego, puestos a negarse, hasta a que restauren el eccehomo,
por muy hecho un ídem que haya quedado. Ni por perpetuar la coña ni por
avivar el turismo del pueblo. Que no lo restauren porque no nos los
merecemos.
Me niego a que el preceptivo concejal de cultura, un tal Juan María Ojeda, haya corrido
a amorrarse al micrófono para anunciar que un solvente y cualificado
equipo de restauradores profesionales ya se dirige al pueblo haciendo
derrapes por el desierto de Los Monegros para intentar rescatar ahora,
¡ahora!, esa misma figura que hasta hace un mes,
y desde el siglo XIX, se descascarillaba de puro olvido. A tener que
oír de su boca, como hay que oír, que el Ayuntamiento “no descarta
emprender acciones legales” contra la octogenaria pese a que “se trata
de una situación delicada”, porque el hecho es que “una persona ha entrado en una iglesia y ha actuado por su cuenta y riesgo y eso es una agresión al patrimonio artístico”. A oírlo después de leer su programa electoral y sus propuestas para el Santuario de Misericordia, donde a la obra de Elías García Martínez le vencían las décadas, o el programa electoral de sus socios de gobierno,
también abundante en verbos como “fomentar”, “desarrollar”, “potenciar”
y “promocionar” pero en el que de nuevo no figura, por más que se
busca, promesa alguna de restaurar el puñetero eccehomo o protegerlo, al
menos, de los siglos y las vecinas.
Me
niego a pensar que del error de esta señora no vayamos a sacar
conclusión alguna, aunque sólo sea porque lo hemos reverberado hasta
hacer de ello el temón del día en The Guardian, Al Jazeera o el Libération.
O que nuestra conclusión vaya a ser que la culpa aquí la tiene el
barco, como dijo el profeta, y que la exención de responsabilidad asiste
a la autoridad borjana, libre de amenazar a la anciana, montarle un
pleito o lanzarla a los cocodrilos sin con ello evita que alguien vuelva
la mirada a la corporación municipal. Me niego a pensar que nos vayamos
a reír en serio de la pobre mujer, octogenaria para más pobre, que
pensó, fíjate tú, que sería una pena que se perdiese ese Cristo tan
antiguo, animada por la noción prosaica y admirable de que no hay que
dejar que las obras de arte se desvanezcan. Por cultura elemental,
quiero decir, y la veneración básica que hay que practicar ante a las
cosas bonitas y antiguas. Me niego a aceptar que si esto mismo lo
hubiera hecho Banksy,
por poner un ejemplo, ya le estaríamos elogiando, deshechos en babas,
su aguda y elocuente crítica a la mercantilización del arte, y que en el
gesto de esta mujer no vayamos a saber reconocer el verdadero
compromiso con el arte —e incluso el Arte—, demostrado aquí con simpleza
y contundencia, y no palabrería, mediante el desinterés y la actitud
voluntariosa.
Y
sobre todo, me niego a pensar que los demás no sepamos quedarnos en el
meme y la broma, en lo graciosos que son, que lo son, los eccehomos con la cara de Alf, Rajoy o Kiko Rivera. Que vayamos, como vamos, al linchamiento mainstream
y a confundir el chiste sobre madres con el chiste sobre tu madre.
Nosotros, precisamente, con nuestras rotondas, nuestros concejales
recién votados, nuestras iglesias cayéndose y nuestros aeropuertos sin
aviones. Que estemos dispuestos a reírnos y señalar con el dedo, como la
muchedumbre de El traje nuevo del emperador, en un cuento en el que somos nosotros, y no nadie más, los que en realidad vamos desnudos.