Cien años después, el hundimiento del Titanic
en el Atlántico Norte está rodeado de leyendas, mentiras y confusiones
interesadas, como sucede con otros muchos hechos históricos: desde
maldiciones egipcias hasta conspiraciones, pasando por sueños
premonitorios y novelas que, años antes, anticiparon con gran detalle el
naufragio. ¿Qué hay de cierto en todas esas sorprendentes historias?
Veámoslo.
El número del casco, reflejado en un espejo, se transformaba en la expresión “No Pope” (no al Papa). La leyenda dice que, cuando se dieron cuenta del mensaje oculto, los trabajadores de los astilleros Harland & Wolff, de Belfast, católicos irlandeses, lo consideraron un mal presagio que se confirmó pronto con la muerte de dos de ellos. La realidad, sin embargo, es que ni el número de casco del Titanic era el 3909 04 -”No Pope”, visto especularmente- ni los operarios de los astilleros eran en su mayoría católicos, sino protestantes. Así que, aunque el número del casco hubiera sido ése, tampoco les hubiera importado. Por cierto, el número del dique de los astilleros de Belfast en el que se construyó el crucero era el 401.
Conectada con esta leyenda, está la historia de que un trabajador quedó atrapado dentro del casco y nadie se dio cuenta dada la febril actividad. Así que, antes de su botadura, el Titanic ya sería una tumba. Ominoso, pero nada más que uno de tantos rumores sin fundamento que surgieron tras la tragedia. No sólo no pasó eso, sino que únicamente murieron dos obreros en accidentes durante la construcción del gigantesco barco, muy por debajo de la siniestralidad que sería de esperar.
Sueños premonitorios. Como en todas las catástrofes, no faltan en la del Titanic los sueños premonitorios a posteriori. Así, por ejemplo, se dice que el periodista y espiritista William Stead soñó en 1892 “con el hundimiento de un enorme barco; tanto como para situarlo de protagonista de una de sus deficientes novelas. Fue en el año 1892, exactamente veinte años antes del suceso, cuando describió la colisión de un gran buque con un témpano de hielo”, escribe Lorenzo Fernández Bueno en su reportaje “La maldición del ‘Titanic’”, publicado en el último número de Enigmas, revista de la que es director. Y añade: “En la desesperación del hundimiento, los tripulantes del mismo fueron socorridos por el Majestic, un barco que realmente existía por aquellos días, y que surcaba los mares capitaneado, casualidad, por Edward Smith, a la sazón primer y último capitán del Titanic“.
Vayamos por partes. Lo primero y más importante: Stead murió en el naufragio del Titanic, así que era un vidente en la misma medida que un adivino cualquiera de los que se publicitan como tales hoy en día en prensa, radio y televisión. Resulta arriesgado, siquiera, conceder a Stead el crédito de que soñara lo que decía haber soñado y que no se tratara sólo de una maniobra de mercadotecnia. De todos modos, en la época, eran bastante comunes los choques con icebergs en el Atlántico Norte, por lo que ese escenario para un sueño de alguien que viajaba no resulta ajeno.
“Los de Stead son relatos moralizantes con los que critica la legislación de su época. Como ejemplo bestia, llegó a comprar una niña para denunciar la vista gorda que hacían las autoridades con la trata de niñas para la prostitución”, me ha explicado Luis Miguel Ortega, del Círculo Escéptico y un apasionado de la historia del Titanic. Ya en 1886, Stead había escrito un relato en la revista Pall Mall en el que un vapor de pasajeros choca con otro barco y hay gran cantidad de muertos debido a la escasez de botes salvavidas, algo permitido por las autoridades. Que pusiera al Majestic de coprotagonista de su novela de 1892, titulada From the Old World to the New (Del Viejo Mundo al Nuevo), no es tampoco tan extraño. “El Majestic estaba en servicio desde 1889 y era el buque más famoso de la White Star Line, el más reciente y lujoso. Y, en contra de lo que apunta Fernández Bueno, en 1892 su capitán no era Smith”, apunta Ortega. Smith fue capitán del Majestic entre 1895 y 1904, cuando, dada su fiabilidad, la White Star Line le encomendó los viajes inaugurales de sus nuevos barcos. Por eso, estaba el 12 de abril de 1912 en el puente de mando del Titanic, como lo había estado antes en el del Olympic.
Hay otros ejemplos de sueños premonitorios que, supuestamente, llevaron a quienes los vivieron a negarse a hacer el viaje o, por incrédulos, al fondo del mar. El problema, como siempre pasa en estos casos, es que nadie dejó escrito antes que hubiera soñado lo que ocurrió en la noche del 12 al 13 de abril de 1912. ¿Que hubo gente que soñó con el hundimiento de un gran buque de pasajeros tras chocar con un iceberg? Seguro. Era un escenario familiar en aquellos tiempos, como hoy lo es un accidente de avión o de automóvil. Pero eso no implica que se tratara de premoniciones. Cualquier noche de finales del siglo XIX y principios del XX, cientos de millones de personas soñaban en Europa y Norteamérica. Con cualquier cosa. “Dicho de otro modo, entre tantos jugadores, alguno tiene que ganar, pero se trata de una ley estadística, no paranormal”, como indica Massimo Polidoro en su libro Los grandes misterios de la Historia.
Futility: la novela que predijo el hundimiento del Titanic. Si hay una predicción de la que se hacen eco todos los amantes del misterio es la de Morgan Robertson quien, a juicio de Carmen Porter, protagonizó “una casualidad imposible” al describir en su novela Futility, or the wreck of the Titan (Futilidad, o el naufragio del Titan), publicada en 1898, una catástrofe similar a la del famoso trasatlántico por un barco de ficción que parece un gemelo del Titanic. El Titan de Robertson no sólo tiene un nombre que evoca el del crucero hundido hace cien años, sino que además sus características técnicas son casi las mismas: tiene 240 metros (frente a 268 del Titanic), 40.000 caballos de vapor (46.000), capacidad para 3.000 pasajeros (3.000), tres hélices (tres), choca contra un iceberg en el Atlántico Norte en una medianoche de abril a una velocidad de 25 nudos (22,5) y únicamente sobreviven 13 personas (705) porque llevaba menos botes salvavidas de los necesarios. ¿Simple coincidencia o fenómeno paranormal?
“Decir que lo narrado por Robertson es increíble se queda corto. Rompe de un plumazo todas las barreras de la probabilidad”, sentencia Fernández Bueno, quien recuerda en su reportaje que el novelista era espiritista y “tenía la peculiaridad de escribir a veces en estado de trance”. Algo así sólo es apto para las tragaderas de un lector de Enigmas o un espectador de Cuarto Milenio. El fallecido Martin Gardner dio con una explicación mucho más creíble: el 17 de septiembre de 1892, The New York Times publicó una breve nota en la que anunciaba que la White Star Line había encargado la construcción de un gran trasatlántico, el Gigantic, de 213 metros, 4.500 caballos de potencia (Gardner y otros ponen 45.000, pero la noticia original dice 4.500; quizá hubo una suma de errores: un cero de menos en su día en el periódico y otro posterior de Gardner con un cero de más sobre el recorte), tres hélices, una velocidad máxima de 27 nudos…
Nombres como Titan y Titania no eran algo extraño en los barcos de la época, ni tampoco el peligro de los icebergs. Así, el 4 de noviembre de 1880, The New York Times informaba de que un vapor de nombre Titan había llegado a Halifax tras encontrarse con “un terrible huracán”, y una búsqueda en el archivo del diario neoyorquino demuestra que las alertas por icebergs en el Atlántico Norte eran normales en primavera. Un sello de la White Star Line era que los nombres de sus buques acababan en ic. Cuando Robertson escribió su novela, tenía un Oceanic, un Britannic, un Teutonic y un Majestic, y sobre el papel un Gigantic para un gran trasatlántico de lujo. Como dice Gardner, otro nombre lógico para un buque así sería Titanic, al que el novelista quitaría la ic para no referirse directamente a un barco de la White Star Line. Por cierto, en otra novela de 1902, titulada A twentieth-century cinderella or $20,000 reward (Una cenicienta del siglo XX o la recompensa de 20.000 dólares), el escritor William Winthrop cita ¡un Titanic de la White Star Line!, aunque no lo hace naufragar. ¿Casualidad imposible?, como dice Porter. ¿Increíble?, como sostiene Fernández Bueno. ¿O simple consecuencia de la documentación del novelista?
El Titanic iba a gran velocidad, a pesar del riesgo de icebergs, porque la naviera quería que batiera el record en cruzar el Atlántico. “Las órdenes comunicadas al capitán Smith por la dirección de la compañía fueron claras antes de zarpar: que el Titanic pulverizara el record de travesía del Atlántico en su viaje inaugural”, dice Fernández Bueno, quien añade que el capitán “se dejó cegar por la posibilidad de alcanzar su destino antes de lo previsto y restó importancia a la zona de témpanos de hielo que atravesaban y cuyo anuncio llegó a través del telégrafo”. Según él, el naufragio supuso “la bancarrota” para la White Star Line, propietaria del Titanic. Otra vez, la desmedida ambición humana; otra vez, el castigo divino; otra vez, la fantasía se impone a la realidad.
A principios del siglo XX, la Cunard tenía la flota de trasatlánticos más rápidos. Frente a eso, la White Star Line centró su estrategia en construir los más grandes y lujosos. Con sus 24 nudos de velocidad máxima, el Titanic estaba por debajo de los 26 que alcanzaban los barcos de la Cunard, así que difícilmente podía batir record de velocidad alguno, aunque imaginarse a Bruce Ismay, presidente de la naviera, ordenándoselo al capitán en el puente quede muy cinematográfico y sirva, de paso, para culpar del desastre a un acaudalado empresario. Como indican Paul Louden-Brown, Edward Kamuda y Karen Kamuda en la web de la Sociedad Histórica del Titanic, éste y otros rumores fueron en realidad una invención de la prensa estadounidense y, en particular, de los diarios propiedad del magnate William Randolph Hearst.
“Otro mito es que, tras el desastre, la compañía entró en declive terminal, lo que no es cierto. En 1913, la White Star Line registró su record de ganancias. Un enorme número de inmigrantes cruzaba al Atlántico, lo que aseguraba el futuro de la naviera”, escriben Louden-Brown y los Kamuda.
El Titanic se hundió como consecuencia de la maldición de una momia egipcia que transportaba. En las bodegas del trasatlántico, viajaba la momia de la princesa egipcia de Amon-Ra, que vivió 1.500 años antes de Cristo (aC). Su sarcófago fue descubierto en Luxor en la década de 1890 y, desde entonces, todos los que entraron en contacto con él acabaron mal: uno se adentró caminando en el desierto y desapareció; otro sufrió un disparo accidental de un sirviente; tres miembros de la familia inglesa que la compró fueron víctimas de un accidente de tráfico y su casa ardió; se expuso en el Museo Británico, donde siguió sembrando el pánico y el mal entre trabajadores y visitantes… Ningún museo quería la momia maldita. Se puso a la venta, la compró un particular y consultó con la ocultista Helena Blavatsky, quien le animó a deshacerse de ella porque contenía la esencia del mal. Al final, la adquirió un arqueólogo estadounidense y embarcó con ella en el Titanic: momia y propietario acabaron el 12 de abril de 1912 en el fondo del Atlántico Norte con otras 1.516 personas.
Es una historia digna de una película de terror, pero nada más. Para empezar, Blavatsky murió en 1891, así que no pudo examinar la momia cuando dice la leyenda, después de años pasando de mano en mano. Por supuesto, no hay ninguna momia en el manifiesto de carga del Titanic, como tampoco hay referencia alguna a un tesoro que, según algunos conspiranoicos, viajaba a bordo y llevó a los malvados de turno a hundir el trasatlántico para hacerse con él. La leyenda de la maldición egipcia fue una creación de William Stead, periodista y espiritista, y Douglas Murray en dos fases: la primera fue la invención de la historia de una momia alrededor de la cual se destruía todo; la segunda, cuando durante una visita al Museo Británico vieron un sarcófago y lo convirtieron en el ataúd de un alma atormentada. Conectaron los dos hechos, contaron la historia a unos periodistas y éstos -cual misteriólogos actuales- difundieron acríticamente los sensacionales hechos. La historia de la momia maldita conectó con el Titanic porque uno de los supervivientes de la tragedia contó en Nueva York a la prensa que el antes citado William Stead, que viajaba en el barco, la había relatado durante la cena del 12 de abril.
La Momia de la Mala Suerte existe, aunque no es una momia ni corresponde a una denominada princesa de Amon-Ra. Se trata de un sarcófago policromado, de madera y yeso, de la XXI Dinastía, hacia 950 aC, adquirido para el Museo Británico en 1889. Se cree que tuvo en su interior la momia de una mujer, por la figura pintada en su frente, y que sería de la clase dirigente egipcia, pero nada más. Hasta 1997, nunca había salido del museo londinense y, desde 2003, el sarcófago se ha expuesto en varios museos asiáticos sin que pueda achacársele ninguna desgracia.
Fue la primera vez que se uso la señal telegráfica de SOS. “El segundo telegrafista, Harold Bride, decidió poner en marcha la nueva señal SOS -«Save Our Souls», salvad nuestras almas- con el objetivo de que alguien respondiera a su dramática petición de ayuda. Fue la primera vez que se empleó el SOS”, escribe Fernández Bueno en Enigmas.
El uso del SOS como llamada de socorro en código Morse se acordó en noviembre de 1906 durante la segunda Convención Radiotelegráfica Internacional, celebrada en Berlín, y la señal empezó a utilizarse el 1 de julio de 1908. Según recoge el portal Snopes.com, antes del hundimiento del Titanic, había sido empleada, por ejemplo, por el vapor Arapahoe el 11 de agosto de 1909, por el Kentucky el 4 de febrero de 1910 y por el Merida el 13 de mayo de 1911. El SOS se adoptó internacionalmente por su facilidad de reconocimiento en Morse, ya que consiste en tres puntos (S), tres rayas (O) y tres puntos (S), y no quiere decir nada, ni “salvad nuestras almas” ni “salvad nuestro barco” (safe our ship, en inglés), expresiones que posiblemente tuvieran al principio utilidad mnemotécnica.
El número del casco, reflejado en un espejo, se transformaba en la expresión “No Pope” (no al Papa). La leyenda dice que, cuando se dieron cuenta del mensaje oculto, los trabajadores de los astilleros Harland & Wolff, de Belfast, católicos irlandeses, lo consideraron un mal presagio que se confirmó pronto con la muerte de dos de ellos. La realidad, sin embargo, es que ni el número de casco del Titanic era el 3909 04 -”No Pope”, visto especularmente- ni los operarios de los astilleros eran en su mayoría católicos, sino protestantes. Así que, aunque el número del casco hubiera sido ése, tampoco les hubiera importado. Por cierto, el número del dique de los astilleros de Belfast en el que se construyó el crucero era el 401.
Conectada con esta leyenda, está la historia de que un trabajador quedó atrapado dentro del casco y nadie se dio cuenta dada la febril actividad. Así que, antes de su botadura, el Titanic ya sería una tumba. Ominoso, pero nada más que uno de tantos rumores sin fundamento que surgieron tras la tragedia. No sólo no pasó eso, sino que únicamente murieron dos obreros en accidentes durante la construcción del gigantesco barco, muy por debajo de la siniestralidad que sería de esperar.
Sueños premonitorios. Como en todas las catástrofes, no faltan en la del Titanic los sueños premonitorios a posteriori. Así, por ejemplo, se dice que el periodista y espiritista William Stead soñó en 1892 “con el hundimiento de un enorme barco; tanto como para situarlo de protagonista de una de sus deficientes novelas. Fue en el año 1892, exactamente veinte años antes del suceso, cuando describió la colisión de un gran buque con un témpano de hielo”, escribe Lorenzo Fernández Bueno en su reportaje “La maldición del ‘Titanic’”, publicado en el último número de Enigmas, revista de la que es director. Y añade: “En la desesperación del hundimiento, los tripulantes del mismo fueron socorridos por el Majestic, un barco que realmente existía por aquellos días, y que surcaba los mares capitaneado, casualidad, por Edward Smith, a la sazón primer y último capitán del Titanic“.
Vayamos por partes. Lo primero y más importante: Stead murió en el naufragio del Titanic, así que era un vidente en la misma medida que un adivino cualquiera de los que se publicitan como tales hoy en día en prensa, radio y televisión. Resulta arriesgado, siquiera, conceder a Stead el crédito de que soñara lo que decía haber soñado y que no se tratara sólo de una maniobra de mercadotecnia. De todos modos, en la época, eran bastante comunes los choques con icebergs en el Atlántico Norte, por lo que ese escenario para un sueño de alguien que viajaba no resulta ajeno.
“Los de Stead son relatos moralizantes con los que critica la legislación de su época. Como ejemplo bestia, llegó a comprar una niña para denunciar la vista gorda que hacían las autoridades con la trata de niñas para la prostitución”, me ha explicado Luis Miguel Ortega, del Círculo Escéptico y un apasionado de la historia del Titanic. Ya en 1886, Stead había escrito un relato en la revista Pall Mall en el que un vapor de pasajeros choca con otro barco y hay gran cantidad de muertos debido a la escasez de botes salvavidas, algo permitido por las autoridades. Que pusiera al Majestic de coprotagonista de su novela de 1892, titulada From the Old World to the New (Del Viejo Mundo al Nuevo), no es tampoco tan extraño. “El Majestic estaba en servicio desde 1889 y era el buque más famoso de la White Star Line, el más reciente y lujoso. Y, en contra de lo que apunta Fernández Bueno, en 1892 su capitán no era Smith”, apunta Ortega. Smith fue capitán del Majestic entre 1895 y 1904, cuando, dada su fiabilidad, la White Star Line le encomendó los viajes inaugurales de sus nuevos barcos. Por eso, estaba el 12 de abril de 1912 en el puente de mando del Titanic, como lo había estado antes en el del Olympic.
Hay otros ejemplos de sueños premonitorios que, supuestamente, llevaron a quienes los vivieron a negarse a hacer el viaje o, por incrédulos, al fondo del mar. El problema, como siempre pasa en estos casos, es que nadie dejó escrito antes que hubiera soñado lo que ocurrió en la noche del 12 al 13 de abril de 1912. ¿Que hubo gente que soñó con el hundimiento de un gran buque de pasajeros tras chocar con un iceberg? Seguro. Era un escenario familiar en aquellos tiempos, como hoy lo es un accidente de avión o de automóvil. Pero eso no implica que se tratara de premoniciones. Cualquier noche de finales del siglo XIX y principios del XX, cientos de millones de personas soñaban en Europa y Norteamérica. Con cualquier cosa. “Dicho de otro modo, entre tantos jugadores, alguno tiene que ganar, pero se trata de una ley estadística, no paranormal”, como indica Massimo Polidoro en su libro Los grandes misterios de la Historia.
Futility: la novela que predijo el hundimiento del Titanic. Si hay una predicción de la que se hacen eco todos los amantes del misterio es la de Morgan Robertson quien, a juicio de Carmen Porter, protagonizó “una casualidad imposible” al describir en su novela Futility, or the wreck of the Titan (Futilidad, o el naufragio del Titan), publicada en 1898, una catástrofe similar a la del famoso trasatlántico por un barco de ficción que parece un gemelo del Titanic. El Titan de Robertson no sólo tiene un nombre que evoca el del crucero hundido hace cien años, sino que además sus características técnicas son casi las mismas: tiene 240 metros (frente a 268 del Titanic), 40.000 caballos de vapor (46.000), capacidad para 3.000 pasajeros (3.000), tres hélices (tres), choca contra un iceberg en el Atlántico Norte en una medianoche de abril a una velocidad de 25 nudos (22,5) y únicamente sobreviven 13 personas (705) porque llevaba menos botes salvavidas de los necesarios. ¿Simple coincidencia o fenómeno paranormal?
“Decir que lo narrado por Robertson es increíble se queda corto. Rompe de un plumazo todas las barreras de la probabilidad”, sentencia Fernández Bueno, quien recuerda en su reportaje que el novelista era espiritista y “tenía la peculiaridad de escribir a veces en estado de trance”. Algo así sólo es apto para las tragaderas de un lector de Enigmas o un espectador de Cuarto Milenio. El fallecido Martin Gardner dio con una explicación mucho más creíble: el 17 de septiembre de 1892, The New York Times publicó una breve nota en la que anunciaba que la White Star Line había encargado la construcción de un gran trasatlántico, el Gigantic, de 213 metros, 4.500 caballos de potencia (Gardner y otros ponen 45.000, pero la noticia original dice 4.500; quizá hubo una suma de errores: un cero de menos en su día en el periódico y otro posterior de Gardner con un cero de más sobre el recorte), tres hélices, una velocidad máxima de 27 nudos…
Nombres como Titan y Titania no eran algo extraño en los barcos de la época, ni tampoco el peligro de los icebergs. Así, el 4 de noviembre de 1880, The New York Times informaba de que un vapor de nombre Titan había llegado a Halifax tras encontrarse con “un terrible huracán”, y una búsqueda en el archivo del diario neoyorquino demuestra que las alertas por icebergs en el Atlántico Norte eran normales en primavera. Un sello de la White Star Line era que los nombres de sus buques acababan en ic. Cuando Robertson escribió su novela, tenía un Oceanic, un Britannic, un Teutonic y un Majestic, y sobre el papel un Gigantic para un gran trasatlántico de lujo. Como dice Gardner, otro nombre lógico para un buque así sería Titanic, al que el novelista quitaría la ic para no referirse directamente a un barco de la White Star Line. Por cierto, en otra novela de 1902, titulada A twentieth-century cinderella or $20,000 reward (Una cenicienta del siglo XX o la recompensa de 20.000 dólares), el escritor William Winthrop cita ¡un Titanic de la White Star Line!, aunque no lo hace naufragar. ¿Casualidad imposible?, como dice Porter. ¿Increíble?, como sostiene Fernández Bueno. ¿O simple consecuencia de la documentación del novelista?
El Titanic iba a gran velocidad, a pesar del riesgo de icebergs, porque la naviera quería que batiera el record en cruzar el Atlántico. “Las órdenes comunicadas al capitán Smith por la dirección de la compañía fueron claras antes de zarpar: que el Titanic pulverizara el record de travesía del Atlántico en su viaje inaugural”, dice Fernández Bueno, quien añade que el capitán “se dejó cegar por la posibilidad de alcanzar su destino antes de lo previsto y restó importancia a la zona de témpanos de hielo que atravesaban y cuyo anuncio llegó a través del telégrafo”. Según él, el naufragio supuso “la bancarrota” para la White Star Line, propietaria del Titanic. Otra vez, la desmedida ambición humana; otra vez, el castigo divino; otra vez, la fantasía se impone a la realidad.
A principios del siglo XX, la Cunard tenía la flota de trasatlánticos más rápidos. Frente a eso, la White Star Line centró su estrategia en construir los más grandes y lujosos. Con sus 24 nudos de velocidad máxima, el Titanic estaba por debajo de los 26 que alcanzaban los barcos de la Cunard, así que difícilmente podía batir record de velocidad alguno, aunque imaginarse a Bruce Ismay, presidente de la naviera, ordenándoselo al capitán en el puente quede muy cinematográfico y sirva, de paso, para culpar del desastre a un acaudalado empresario. Como indican Paul Louden-Brown, Edward Kamuda y Karen Kamuda en la web de la Sociedad Histórica del Titanic, éste y otros rumores fueron en realidad una invención de la prensa estadounidense y, en particular, de los diarios propiedad del magnate William Randolph Hearst.
“Otro mito es que, tras el desastre, la compañía entró en declive terminal, lo que no es cierto. En 1913, la White Star Line registró su record de ganancias. Un enorme número de inmigrantes cruzaba al Atlántico, lo que aseguraba el futuro de la naviera”, escriben Louden-Brown y los Kamuda.
El Titanic se hundió como consecuencia de la maldición de una momia egipcia que transportaba. En las bodegas del trasatlántico, viajaba la momia de la princesa egipcia de Amon-Ra, que vivió 1.500 años antes de Cristo (aC). Su sarcófago fue descubierto en Luxor en la década de 1890 y, desde entonces, todos los que entraron en contacto con él acabaron mal: uno se adentró caminando en el desierto y desapareció; otro sufrió un disparo accidental de un sirviente; tres miembros de la familia inglesa que la compró fueron víctimas de un accidente de tráfico y su casa ardió; se expuso en el Museo Británico, donde siguió sembrando el pánico y el mal entre trabajadores y visitantes… Ningún museo quería la momia maldita. Se puso a la venta, la compró un particular y consultó con la ocultista Helena Blavatsky, quien le animó a deshacerse de ella porque contenía la esencia del mal. Al final, la adquirió un arqueólogo estadounidense y embarcó con ella en el Titanic: momia y propietario acabaron el 12 de abril de 1912 en el fondo del Atlántico Norte con otras 1.516 personas.
Es una historia digna de una película de terror, pero nada más. Para empezar, Blavatsky murió en 1891, así que no pudo examinar la momia cuando dice la leyenda, después de años pasando de mano en mano. Por supuesto, no hay ninguna momia en el manifiesto de carga del Titanic, como tampoco hay referencia alguna a un tesoro que, según algunos conspiranoicos, viajaba a bordo y llevó a los malvados de turno a hundir el trasatlántico para hacerse con él. La leyenda de la maldición egipcia fue una creación de William Stead, periodista y espiritista, y Douglas Murray en dos fases: la primera fue la invención de la historia de una momia alrededor de la cual se destruía todo; la segunda, cuando durante una visita al Museo Británico vieron un sarcófago y lo convirtieron en el ataúd de un alma atormentada. Conectaron los dos hechos, contaron la historia a unos periodistas y éstos -cual misteriólogos actuales- difundieron acríticamente los sensacionales hechos. La historia de la momia maldita conectó con el Titanic porque uno de los supervivientes de la tragedia contó en Nueva York a la prensa que el antes citado William Stead, que viajaba en el barco, la había relatado durante la cena del 12 de abril.
La Momia de la Mala Suerte existe, aunque no es una momia ni corresponde a una denominada princesa de Amon-Ra. Se trata de un sarcófago policromado, de madera y yeso, de la XXI Dinastía, hacia 950 aC, adquirido para el Museo Británico en 1889. Se cree que tuvo en su interior la momia de una mujer, por la figura pintada en su frente, y que sería de la clase dirigente egipcia, pero nada más. Hasta 1997, nunca había salido del museo londinense y, desde 2003, el sarcófago se ha expuesto en varios museos asiáticos sin que pueda achacársele ninguna desgracia.
Fue la primera vez que se uso la señal telegráfica de SOS. “El segundo telegrafista, Harold Bride, decidió poner en marcha la nueva señal SOS -«Save Our Souls», salvad nuestras almas- con el objetivo de que alguien respondiera a su dramática petición de ayuda. Fue la primera vez que se empleó el SOS”, escribe Fernández Bueno en Enigmas.
El uso del SOS como llamada de socorro en código Morse se acordó en noviembre de 1906 durante la segunda Convención Radiotelegráfica Internacional, celebrada en Berlín, y la señal empezó a utilizarse el 1 de julio de 1908. Según recoge el portal Snopes.com, antes del hundimiento del Titanic, había sido empleada, por ejemplo, por el vapor Arapahoe el 11 de agosto de 1909, por el Kentucky el 4 de febrero de 1910 y por el Merida el 13 de mayo de 1911. El SOS se adoptó internacionalmente por su facilidad de reconocimiento en Morse, ya que consiste en tres puntos (S), tres rayas (O) y tres puntos (S), y no quiere decir nada, ni “salvad nuestras almas” ni “salvad nuestro barco” (safe our ship, en inglés), expresiones que posiblemente tuvieran al principio utilidad mnemotécnica.