jueves, 22 de octubre de 2015
LA SIRENA ( EL BLOG DE JOSE ANTONIO ILLANES)
El día anterior, cerca de Madagascar, habían abordado y saqueado un indiamen cargado de oro y gemas. El barco, según confesó luego su capitán, pensaba cargar porcelana, seda y especias en Surat. John W. Hawker logró la rendición del buque al enarbolar su bandera, por eso luego fue clemente con los prisioneros y solo ejecutó a un oficial que asustado por el ataque subió a los flechastes colgados de la jarcia y mató de un tiro al cocinero de El Bergante, que miraba las aguas azules del Índico apoyado en la serviola del barco, recordando los prados inalcanzables de Holanda.
Después El Bergante puso rumbo a la isla de Santa María, donde la tripulación pensó repartir el botín, sepultar al cocinero y amar a las mujeres negras de la isla. Al atardecer, un grupo de marineros que recogía leña para pasar la noche, vio a una mujer rubia bañándose en la playa. Pensaron que era un fantasma o que había perdido la razón. Sigilosamente, entraron en el agua y la rodearon, y comprendieron estupefactos que no era una demente ni un espectro, sino un monstruo hermosísimo con torso de mujer y piernas de pescado.
Llevados por la emoción la arrastraron hasta el centro del campamento, donde el capitán John W. Hawker miraba embelesado una caja de rapé con incrustaciones de brillantes que le había tocado en el reparto. Atraído por las risas se acercó al grupo de hombres, que manoseaba los pechos de la presa sin pudor alguno. Al verla esbozó una sonrisa familiar.
– Apártense de ella -gritó con el sable en la mano-, maltratar a una leyenda es como escupir en la memoria.
Y se acercó, se quitó el bicornio como si estuviera ante una reina y le besó la mano.
– Quédese tranquila, señorita -le susurró-, si alguno de estos caballeros la ofende, yo mismo lo abriré en canal.
Muchos marineros la miraron con horror, pues nunca habían visto un prodigio semejante. Otros prefirieron emborracharse. La mayoría se mantuvo alejado de ella, a prudente distancia, por si decidía atacar o arrastrar a alguien a las profundidades marinas. Solo John W. Hawker permaneció a su lado toda la noche, observando el misterio de sus ojos verdes y la belleza de sus senos arregazados. Al amanecer despertó a sus hombres a patadas y los hizo formar frente a ella de cuatro en fondo.
-Esto que ven aquí es una ninfa marina conocida como sirena –se inclinó ante ella en una reverencia-, si alguna vez la oyen cantar, tápense los oídos porque nunca podrán regresar a casa.
Después la subieron al barco y durante días intentaron comunicarse con ella, pero la sirena parecía no entender ningún idioma. Incluso el loro Gordon, que presumía de hablar correctamente todas las lenguas del orbe, tuvo que darse por vencido ante la obstinación de la ninfa.
– Es imposible que no me entienda -graznó-, es sorda.
Pero no lo era. Miraba atentamente a cualquiera que llamara su atención, temblaba con el ruido de las espadas y sonreía con las canciones marineras, especialmente cuando John W. Hawker tocaba el acordeón para ella y la adornaba con las joyas de los botines. Era sin duda un ser agradecido, y un día, mientras el capitán Hawker humedecía su cola de pescado con agua del mar, le tendió los brazos y lo besó en los labios, tan tiernamente que el pirata más temido de todos los mares estuvo a punto de enloquecer. Se encerró en el camarote durante días enteros, componiendo canciones con el acordeón, extasiado en la contemplación del mar, agigantado tras los cristales de su cabina, mecido por la melancolía. Allí le llevaban la comida, un barreño de agua para lavarse y las cartas de navegación. Dejó escapar intencionadamente a barcos mercantes y a buques de guerra, a naves cargadas de esclavos negros y a barcazas de bucaneros. Eludió los puertos y las rutas conocidas y sólo se detenía en las islas más apartadas el tiempo justo para repostar. Se dejó crecer la barba, gastó botes de tinta y rollos de papel y se sumió en un mutismo preocupante que asustó a sus hombres y entristeció al loro Gordon.
Un buen día empezó a desvariar. Tan pronto afirmaba ser un lord inglés como un teniente de navío. Lo mismo decía llamarse Lucifer que Hawker y hablaba de la vida y de la muerte con la misma propiedad. Tuvo fiebres espantosas que sus hombres le curaron con algas, sueños placenteros que lo hicieron sonreír como a un niño y pesadillas pavorosas que lo sacudieron en la cama como a un poseso. Y una noche huyó de su cabina y subió a cubierta con la sirena, a contar estrellas y charlar con ella en una lengua musical que el loro Gordon grabó para siempre en su memoria de pajarraco tropical. Al amanecer puso rumbo a la isla de Santa María con tal desazón que sus hombres lo oyeron llorar.
Cuando alcanzó la isla tomó a la sirena de la mano, la subió a una falúa y la acercó personalmente hasta la playa. Allí la vieron besarla de nuevo, antes de que la sirena se hundiera en el mar como un mal sueño. Al subir al barco el capitán Hawker se dirigió a sus hombres:
-Jamás se les ocurra besar a una sirena, corren el riesgo de enamorarse de un pescado con los ojos de un dios.
Y desde entonces, cada vez que El Bergante atracaba en las costas de Madagascar, al acecho de los barcos mercantes que comerciaban con la India, John W. Hawker subía al alcázar y miraba el horizonte con el catalejo. Nunca más volvió a ver a la sirena. Pero a veces, en la lejanía del viento marino, sus hombres oían una misteriosa canción cuya procedencia nunca pudieron esclarecer. Recordaban a la ninfa y se escondían en los pañoles. Sin embargo, John W. Hawker tomaba el acordeón y ponía música a unas palabras de mujer que solo él entendía, mientras las nubes se arrebolaban en el horizonte y el océano Índico soñaba con engullir a los hombres.
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