Señalaba Kandinsky que el arte hace uso de sus medios para expresar la vida interior del artista. Transformar la superficie de inscripción en el espacio de su obra primando el rendimiento sobre la imitación es el camino de despojamiento de lo externo para «oponerle su contrario, la necesidad interior». La belleza cifra su dicha en sí misma y el arte, al propiciar la liberación de la vida interior, enriquece al ser humano y a la Humanidad en su conjunto.
De esta acción de exteriorización, la obra final, ya sea una sinfonía, una escultura, un edificio o una pintura, no es más que un residuo. Ángel González comparaba la acción del artista con la de un tunelador que cava en la montaña para abrir una vía de comunicación y cuyo montón de piedras y escombros en la entrada de su túnel constituiría la obra. Ahora bien, el acto mismo de cavar sería aquello a lo que llamamos arte.
En este sentido y, siguiendo en la analogía, Fernando Parrilla parece haber encontrado una veta de luz en el interior de su montaña. Los pequeños pedazos de color atomizados son alineados para dirigirse directamente al espectador y evocar en él el mismo acto de excavación que requiere su encuentro con la obra. Existen peligros en todo caso. Lo que conviene a la economía del deseo no conviene necesariamente a la economía de la pintura. Y los que sueñan con la luz se suelen conformar con el color terminando su sueño en lo insensato de un impulso decorativista.
Sin embargo, en su obra, Parrilla trabaja sombras proyectadas por una secreta y poderosa fuente de luz. Ante ella asistimos a una extensión de la perspectiva de la imagen como expansión del espacio pictórico. Esta expansión invita a una participación activa en una obra cuya inflamación lírica no cesa, debido a que está en un continuo proceso de mutación, quebrando las expectativas de asimilación a favor de una introspección que culmina en un ‘más allá’ de los estadios sensitivos.
PEPE ÁLVAREZ
No hay comentarios:
Publicar un comentario