Un poco de literatura para cambiar de tercio.
Extracto de la novela inédita “El preferido de Dios”.
“De pronto enrojeció y sintió un escalofrío en la espalda. Calamanda estaba tras él y no había salido a la puerta. Su instinto de soldado lo previno de una emboscada. Se giró hacia la marquesa.
-Si usted no desea nada más, señora…
-Sí, lo deseo, Deogratias, y usted lo sabe –suplicó en un tono arrolladoramente seductor-. No se asuste –se dirigió con lentitud hacia él. Se había quitado el mantón bordado y dejaba ver un vestido blanco con un llamativo escote de volantillos- usted estará más acostumbrado que yo a estos lances.
Entonces se acercó tanto que Deogratias Dujat pudo sentir su aliento en el rostro, un aliento cálido, alterado, paralizante y húmedo que le abrasaba la barbilla y los labios y penetraba en su paladar como una emanación del cielo o del infierno, pero en cualquier caso una emanación sobrenatural que le debilitaba las piernas, le alteraba el ritmo cardíaco y le hacía hervir la sangre en el interior de las venas. Literalmente inmovilizado, sintió los brazos de la mujer prendiendo fuego a su cuello mientras los labios carnosos lo besaban sin moderación, como si jamás hubieran besado a nadie, ansiosos, febriles, desbordados, impacientes. Sin poder contenerse, la abrazó y la besó sin compasión ya, temiendo morir entre sus piernas como seguramente habrían muerto muchos hombres antes que él, disfrutando hondamente el placer de hacerlo. La oyó gemir mientras la desnudaba, casi a zarpazos, como un soldado perdiendo el honor en un saqueo, y la arrastró hasta la mesa, o tal vez fue ella quien lo arrastró a él, mordiéndose los dos como alimañas hambrientas, quemándose el uno al otro en un incendio voraz que alimentaban conforme se tocaban.
Y allí en la mesa, sobre ella o bajo ella, Deogratias Dujat evocó la escena muchas veces a lo largo de su vida sin lograr recordarla con claridad, supo que sería para siempre esclavo de aquella mujer que lo exprimía entre sus muslos y lo mordía sin piedad con una ferocidad empapada de infinita ternura. Y entonces la amó como no había amado a ninguna mujer, con el salvajismo de un fusilero borracho, con la devoción de un poeta insatisfecho, con la entrega de un reo que ama por última vez. Y cuando todo concluyó creyó morir de verdad. Calamanda del Rocío Sánchez de Villalón yacía junto a él en la mesa, agotada, jadeante, desnuda, mirándolo a los ojos con una expresión de perenne felicidad o de inmortal agradecimiento. Le acarició el pecho con los dedos y de nuevo aquella piel volvió a quemarlo como la primera vez que la tocó. ¿A cuántos hombres habría quemado? Fue entonces cuando Deogratias Dujat de Saint-Saëns puso la palma de la mano en su rodilla y la deslizó por el muslo hasta detenerse sorprendido ante un hilo de sangre que descendía con timidez por la pierna. Sin atreverse a volver el rostro palpó aquel líquido templado con la yema de los dedos hasta sentirlo evaporarse y supo que aquella mujer nunca había yacido con ningún hombre, como él no había yacido con ninguna mujer que fuera virgen.”
© José Antonio Illanes
Extracto de la novela inédita “El preferido de Dios”.
“De pronto enrojeció y sintió un escalofrío en la espalda. Calamanda estaba tras él y no había salido a la puerta. Su instinto de soldado lo previno de una emboscada. Se giró hacia la marquesa.
-Si usted no desea nada más, señora…
-Sí, lo deseo, Deogratias, y usted lo sabe –suplicó en un tono arrolladoramente seductor-. No se asuste –se dirigió con lentitud hacia él. Se había quitado el mantón bordado y dejaba ver un vestido blanco con un llamativo escote de volantillos- usted estará más acostumbrado que yo a estos lances.
Entonces se acercó tanto que Deogratias Dujat pudo sentir su aliento en el rostro, un aliento cálido, alterado, paralizante y húmedo que le abrasaba la barbilla y los labios y penetraba en su paladar como una emanación del cielo o del infierno, pero en cualquier caso una emanación sobrenatural que le debilitaba las piernas, le alteraba el ritmo cardíaco y le hacía hervir la sangre en el interior de las venas. Literalmente inmovilizado, sintió los brazos de la mujer prendiendo fuego a su cuello mientras los labios carnosos lo besaban sin moderación, como si jamás hubieran besado a nadie, ansiosos, febriles, desbordados, impacientes. Sin poder contenerse, la abrazó y la besó sin compasión ya, temiendo morir entre sus piernas como seguramente habrían muerto muchos hombres antes que él, disfrutando hondamente el placer de hacerlo. La oyó gemir mientras la desnudaba, casi a zarpazos, como un soldado perdiendo el honor en un saqueo, y la arrastró hasta la mesa, o tal vez fue ella quien lo arrastró a él, mordiéndose los dos como alimañas hambrientas, quemándose el uno al otro en un incendio voraz que alimentaban conforme se tocaban.
Y allí en la mesa, sobre ella o bajo ella, Deogratias Dujat evocó la escena muchas veces a lo largo de su vida sin lograr recordarla con claridad, supo que sería para siempre esclavo de aquella mujer que lo exprimía entre sus muslos y lo mordía sin piedad con una ferocidad empapada de infinita ternura. Y entonces la amó como no había amado a ninguna mujer, con el salvajismo de un fusilero borracho, con la devoción de un poeta insatisfecho, con la entrega de un reo que ama por última vez. Y cuando todo concluyó creyó morir de verdad. Calamanda del Rocío Sánchez de Villalón yacía junto a él en la mesa, agotada, jadeante, desnuda, mirándolo a los ojos con una expresión de perenne felicidad o de inmortal agradecimiento. Le acarició el pecho con los dedos y de nuevo aquella piel volvió a quemarlo como la primera vez que la tocó. ¿A cuántos hombres habría quemado? Fue entonces cuando Deogratias Dujat de Saint-Saëns puso la palma de la mano en su rodilla y la deslizó por el muslo hasta detenerse sorprendido ante un hilo de sangre que descendía con timidez por la pierna. Sin atreverse a volver el rostro palpó aquel líquido templado con la yema de los dedos hasta sentirlo evaporarse y supo que aquella mujer nunca había yacido con ningún hombre, como él no había yacido con ninguna mujer que fuera virgen.”
© José Antonio Illanes