MIGUEL ANGEL Toledano 09/06/2014
La corrupción es algo malo, tremendo. Ya lo estamos viendo. Pero la impunidad es aún peor. Al principio es algo apenas perceptible, se extiende invisible y parece que solo afecta a la esfera de los principios y los actos de cada persona, pero cuando proviene de las "altas esferas" se va extendiendo como una espesa niebla desde la cima hasta el suelo firme que todos pisamos y donde todos vivimos. ¿Todos? La corrupción se ha ido extendiendo hasta llegar a nuestros días sin sufrir el más mínimo desgaste. Imperturbable. Es como un sólido que no se debilita con nada ni con nadie. Una sustancia viscosa que ha ido deslizándose, entrando a saco a través de la ocultación y el aforamiento mientras la mayoría de las personas trabajaban o estudiaban para trabajar y sacar adelante a los suyos y a uno mismo con la decencia suficiente para vivir con dignidad.
Las cosas iban mal, cada vez peor, pero existía una esperanza de que algún día en algún momento. Honradamente se afanaban las gentes en aguantar las inclemencias, el deterioro de lo más esencial, los recortes económicos y laborales hasta límites difícilmente soportables, todas las imputaciones, mientras una especie de silencio, de anestesia, procuraba una calma solo aparente. Los poderes pálidos distribuyeron los papeles. La corrupción comienza en el lenguaje. La perversión del lenguaje. Las palabras crean realidad, se dijeron. Así que primero se niega, y después se dice y se repite que pronto comenzaríamos a flotar. Reforma laboral. Es la economía, decían. Mientras tanto una marea de información, como una sustancia opaca y densa, sobrevuela inundando nuestras vidas, entrando a saco a través del lenguaje, de las imágenes e incluso de los efluvios no verbales en las conciencias.
Podemos comprobarlo cada día: cualquier asunto banal, insignificante, promueve --a través de la televisión, de la radio, de mucha prensa escrita y digital-- una atención enorme, movilizando inmediatamente en la sociedad un interés extraordinario, desmesurado, cuando probablemente dichos acontecimientos, por pura decencia intelectual, deberían ocupar exclusivamente el grado de interés que verdaderamente poseen, y algunos incluso relegarse a los últimos lugares de las cosas que mueven la mirada y el cerebro. Repasen las últimas semanas. Ahora todo se ha acelerado de manera exponencial. Los ciudadanos necesitan una economía para vivir, no un sistema financiero que estruja y vampiriza a los súbditos mientras sus leguleyos, todos los poderes pálidos, los innombrables, legislan a toda velocidad a golpe de boletín oficial de noche y de día hasta desmantelar todo un estado de derechos. No solo es la economía, es una cultura la que se ha ido extinguiendo hasta dejarnos desquiciados y sin respiración. No sé si llegaremos tarde. La ira se ha ido destilando lentamente. La rabia. La necesidad. Un enemigo tan poderoso solo puede ser detenido con un impulso enérgico de regeneración intelectual, emocional y, sobre todo, moral.
* Profesor de Literatura
La corrupción es algo malo, tremendo. Ya lo estamos viendo. Pero la impunidad es aún peor. Al principio es algo apenas perceptible, se extiende invisible y parece que solo afecta a la esfera de los principios y los actos de cada persona, pero cuando proviene de las "altas esferas" se va extendiendo como una espesa niebla desde la cima hasta el suelo firme que todos pisamos y donde todos vivimos. ¿Todos? La corrupción se ha ido extendiendo hasta llegar a nuestros días sin sufrir el más mínimo desgaste. Imperturbable. Es como un sólido que no se debilita con nada ni con nadie. Una sustancia viscosa que ha ido deslizándose, entrando a saco a través de la ocultación y el aforamiento mientras la mayoría de las personas trabajaban o estudiaban para trabajar y sacar adelante a los suyos y a uno mismo con la decencia suficiente para vivir con dignidad.
Las cosas iban mal, cada vez peor, pero existía una esperanza de que algún día en algún momento. Honradamente se afanaban las gentes en aguantar las inclemencias, el deterioro de lo más esencial, los recortes económicos y laborales hasta límites difícilmente soportables, todas las imputaciones, mientras una especie de silencio, de anestesia, procuraba una calma solo aparente. Los poderes pálidos distribuyeron los papeles. La corrupción comienza en el lenguaje. La perversión del lenguaje. Las palabras crean realidad, se dijeron. Así que primero se niega, y después se dice y se repite que pronto comenzaríamos a flotar. Reforma laboral. Es la economía, decían. Mientras tanto una marea de información, como una sustancia opaca y densa, sobrevuela inundando nuestras vidas, entrando a saco a través del lenguaje, de las imágenes e incluso de los efluvios no verbales en las conciencias.
Podemos comprobarlo cada día: cualquier asunto banal, insignificante, promueve --a través de la televisión, de la radio, de mucha prensa escrita y digital-- una atención enorme, movilizando inmediatamente en la sociedad un interés extraordinario, desmesurado, cuando probablemente dichos acontecimientos, por pura decencia intelectual, deberían ocupar exclusivamente el grado de interés que verdaderamente poseen, y algunos incluso relegarse a los últimos lugares de las cosas que mueven la mirada y el cerebro. Repasen las últimas semanas. Ahora todo se ha acelerado de manera exponencial. Los ciudadanos necesitan una economía para vivir, no un sistema financiero que estruja y vampiriza a los súbditos mientras sus leguleyos, todos los poderes pálidos, los innombrables, legislan a toda velocidad a golpe de boletín oficial de noche y de día hasta desmantelar todo un estado de derechos. No solo es la economía, es una cultura la que se ha ido extinguiendo hasta dejarnos desquiciados y sin respiración. No sé si llegaremos tarde. La ira se ha ido destilando lentamente. La rabia. La necesidad. Un enemigo tan poderoso solo puede ser detenido con un impulso enérgico de regeneración intelectual, emocional y, sobre todo, moral.
* Profesor de Literatura