MIGUEL ANGEL Toledano 14/04/2014
Puede que hayamos perdido tanto el arte de mirar como el de apartar la mirada. Mientras la mayoría busca desvíos para no pasar por los territorios del dolor y el sufrimiento, sigue siendo un misterio descubrir a quienes acuden a él encantados o guiados por el subconsciente. Andrew Miller es uno de los escritores que ha explorado esos desconocidos y misteriosos predios en sus novelas. El protagonista de su primera novela es un médico inmune al dolor en el siglo XVIII. En El ocaso de un seductor ofrece un fresco de Casanova donde muestra no solo cómo a veces el amor más deseado es el que más sufrimiento produce, sino dejando también al descubierto la insatisfacción y la fragilidad del ser humano al mostrar la capacidad del hombre para producir sufrimiento y desasosiego, incluso inconscientemente.
En realidad es muy difícil escribir sobre la vida de las personas sin hablar de lo que deben soportar. No existen las vidas despreocupadas, por muy "tranquilamente" que parezca vivir la gente. Con el tiempo todas las casas reciben visitas, y analizar cómo lidiamos con el dolor, nuestra forma de responder y qué nos obliga a hacerlo, qué nos hace aprender sobre nosotros mismos y la naturaleza del mundo es algo siempre interesante al formar parte del origen de la naturaleza humana. No podemos olvidar que el símbolo fundamental de la cultura occidental es el cuerpo retorcido del Cristo crucificado, y, junto a esa imagen, encontramos la idea de la posible redención a través del sufrimiento propio o ajeno y el emparejamiento entre el dolor y el placer. La idea de que el dolor redime, aunque sea una fe para muchas personas, es algo difícilmente aceptable: nos salvamos por el sufrimiento, por aprender a sufrir, y esa intención provoca, creo que no solo a mí, una rebelión natural ante la sospecha de que oculte la brutal verdad de la indiferencia del mundo. No solo en nuestra vida personal y familiar, también en las imágenes que nos muestran cada día el horror de las guerras y los desastres, imágenes captadas por seres humanos y ante las que, muchas veces, no mostramos apenas sensibilidad. El dolor provoca inseguridad, temor, y nosotros, acomodados tras las pantallas o los móviles, nos dejamos imantar por las imágenes del dolor ajeno, con morbo y hasta delectación en no pocas de las veces.
Hay cosas que no debemos mirar, aunque se nos muestren. Por consideración, por el respeto que todo sufrimiento debería evocar. El propio Miller, años más tarde, recordó la famosa imagen del buitre que acecha a un niño africano con la que Carter ganó el Pullitzer y su relación con el dilema moral que le supuso y su posterior suicidio. Creemos tal vez que podemos contemplar cualquier cosa con impunidad. Puede que no sea así. Algunas cosas, como la cabeza del Gorgón, no podemos encontrarlas sin correr peligro. El mundo clásico lo sabía. Puede que nosotros, en este nuevo siglo, en una mezcla de ambición y locura hayamos perdido tanto el arte de mirar como el de apartar la mirada.
* Profesor de Literatura
Puede que hayamos perdido tanto el arte de mirar como el de apartar la mirada. Mientras la mayoría busca desvíos para no pasar por los territorios del dolor y el sufrimiento, sigue siendo un misterio descubrir a quienes acuden a él encantados o guiados por el subconsciente. Andrew Miller es uno de los escritores que ha explorado esos desconocidos y misteriosos predios en sus novelas. El protagonista de su primera novela es un médico inmune al dolor en el siglo XVIII. En El ocaso de un seductor ofrece un fresco de Casanova donde muestra no solo cómo a veces el amor más deseado es el que más sufrimiento produce, sino dejando también al descubierto la insatisfacción y la fragilidad del ser humano al mostrar la capacidad del hombre para producir sufrimiento y desasosiego, incluso inconscientemente.
En realidad es muy difícil escribir sobre la vida de las personas sin hablar de lo que deben soportar. No existen las vidas despreocupadas, por muy "tranquilamente" que parezca vivir la gente. Con el tiempo todas las casas reciben visitas, y analizar cómo lidiamos con el dolor, nuestra forma de responder y qué nos obliga a hacerlo, qué nos hace aprender sobre nosotros mismos y la naturaleza del mundo es algo siempre interesante al formar parte del origen de la naturaleza humana. No podemos olvidar que el símbolo fundamental de la cultura occidental es el cuerpo retorcido del Cristo crucificado, y, junto a esa imagen, encontramos la idea de la posible redención a través del sufrimiento propio o ajeno y el emparejamiento entre el dolor y el placer. La idea de que el dolor redime, aunque sea una fe para muchas personas, es algo difícilmente aceptable: nos salvamos por el sufrimiento, por aprender a sufrir, y esa intención provoca, creo que no solo a mí, una rebelión natural ante la sospecha de que oculte la brutal verdad de la indiferencia del mundo. No solo en nuestra vida personal y familiar, también en las imágenes que nos muestran cada día el horror de las guerras y los desastres, imágenes captadas por seres humanos y ante las que, muchas veces, no mostramos apenas sensibilidad. El dolor provoca inseguridad, temor, y nosotros, acomodados tras las pantallas o los móviles, nos dejamos imantar por las imágenes del dolor ajeno, con morbo y hasta delectación en no pocas de las veces.
Hay cosas que no debemos mirar, aunque se nos muestren. Por consideración, por el respeto que todo sufrimiento debería evocar. El propio Miller, años más tarde, recordó la famosa imagen del buitre que acecha a un niño africano con la que Carter ganó el Pullitzer y su relación con el dilema moral que le supuso y su posterior suicidio. Creemos tal vez que podemos contemplar cualquier cosa con impunidad. Puede que no sea así. Algunas cosas, como la cabeza del Gorgón, no podemos encontrarlas sin correr peligro. El mundo clásico lo sabía. Puede que nosotros, en este nuevo siglo, en una mezcla de ambición y locura hayamos perdido tanto el arte de mirar como el de apartar la mirada.
* Profesor de Literatura