MIGUEL ANGEL Toledano 28/10/2013
Silencio. Suenan a lo lejos las voces de los niños en los paraísos sagrados de los recreos. Y contenemos el aliento para escucharlas y recuperarnos de los tiempos desgraciados. Del tiempo que nos pertenece. Del tiempo. Los griegos tenían dos dioses del tiempo: Cronos y Kairós. Cronos era el dios del tiempo cronológico, cuantitativo, el tiempo de los relojes, de los calendarios y de los días que se suceden sin destino. Kairós, en cambio, era el dios de lo vivido, de los instantes únicos que sabemos que permanecerán en nuestra memoria personal. La cultura tiene mucho que ver con este dios de la experiencia, de los momentos dignos de ser recordados y transmitidos.
El alma de un pueblo está en los relatos que guardan la memoria de tales momentos: Troya, por ejemplo.
A veces --quizá con demasiada frecuencia--, los días transcurren aturdidos e intercambiables, todos similares, tan parecidos que en algunas ocasiones no logramos identificar un día concreto ni distinguirlo de otro. Entonces, la memoria se vuelve hacia nuestro interior buscando una compañía, un paisaje, una textura, un sabor, un rastro de amor, de color o de luz que identifique qué vivimos ese día, qué nos pasó, y solo percibimos una nebulosa inquietante, que nos hace sentirnos en un vacío de vida en blanco, que estamos seguros que habitamos con todas sus horas y sus relieves... Es nuestra presencia, nuestra voz, nuestras acciones, las que marcan el cada día vivido como único e identificable por lo que nos propusimos e impulsamos, por lo que hicimos o no logramos hacer.
Y hablo de ello porque, tal vez por circunstancias personales, el tiempo transcurre ahora lento, muy lento y bajo una lluvia gris que refresca pero también ciega. Y el viento me aturde. No distingo las miradas. No escucho las palabras, sino un rumor opaco ocupando todo el espacio mientras los amantes preparan su amor para la niebla.
El tiempo que transcurre y el tiempo vivido. Cronos y Kairós, de ambos necesitados. A veces el tiempo como si fuera una música que fuese a la vez un grito. Una escucha atenta. Una gestación interior. Una respiración disidente. Una propuesta de incertidumbre. Lo que veo lo veo en silencio. Lo que sé lo sé en silencio. Pero este tiempo de silencio es, otra vez, la palabra. Y lo que escribo podría ser el relato de la inestabilidad humana, que es la que nos otorga nuestra dignidad, esa que permite que el mejor tiempo de la vida no sea sólo imaginado.
* Profesor de Literatura
Silencio. Suenan a lo lejos las voces de los niños en los paraísos sagrados de los recreos. Y contenemos el aliento para escucharlas y recuperarnos de los tiempos desgraciados. Del tiempo que nos pertenece. Del tiempo. Los griegos tenían dos dioses del tiempo: Cronos y Kairós. Cronos era el dios del tiempo cronológico, cuantitativo, el tiempo de los relojes, de los calendarios y de los días que se suceden sin destino. Kairós, en cambio, era el dios de lo vivido, de los instantes únicos que sabemos que permanecerán en nuestra memoria personal. La cultura tiene mucho que ver con este dios de la experiencia, de los momentos dignos de ser recordados y transmitidos.
El alma de un pueblo está en los relatos que guardan la memoria de tales momentos: Troya, por ejemplo.
A veces --quizá con demasiada frecuencia--, los días transcurren aturdidos e intercambiables, todos similares, tan parecidos que en algunas ocasiones no logramos identificar un día concreto ni distinguirlo de otro. Entonces, la memoria se vuelve hacia nuestro interior buscando una compañía, un paisaje, una textura, un sabor, un rastro de amor, de color o de luz que identifique qué vivimos ese día, qué nos pasó, y solo percibimos una nebulosa inquietante, que nos hace sentirnos en un vacío de vida en blanco, que estamos seguros que habitamos con todas sus horas y sus relieves... Es nuestra presencia, nuestra voz, nuestras acciones, las que marcan el cada día vivido como único e identificable por lo que nos propusimos e impulsamos, por lo que hicimos o no logramos hacer.
Y hablo de ello porque, tal vez por circunstancias personales, el tiempo transcurre ahora lento, muy lento y bajo una lluvia gris que refresca pero también ciega. Y el viento me aturde. No distingo las miradas. No escucho las palabras, sino un rumor opaco ocupando todo el espacio mientras los amantes preparan su amor para la niebla.
El tiempo que transcurre y el tiempo vivido. Cronos y Kairós, de ambos necesitados. A veces el tiempo como si fuera una música que fuese a la vez un grito. Una escucha atenta. Una gestación interior. Una respiración disidente. Una propuesta de incertidumbre. Lo que veo lo veo en silencio. Lo que sé lo sé en silencio. Pero este tiempo de silencio es, otra vez, la palabra. Y lo que escribo podría ser el relato de la inestabilidad humana, que es la que nos otorga nuestra dignidad, esa que permite que el mejor tiempo de la vida no sea sólo imaginado.
* Profesor de Literatura