Nunca pensé que recurriría a una cita de
Esperanza Aguirre para acercarme a un personaje de nuestra desdichada
vida política, pero creo que en este caso la incombustible lideresa
abrió una brecha en la fachada cuidadosamente fabricada por Alberto
Ruiz-Gallardón para escalar la cima del poder. Actual Ministro de
Justicia y hasta hace poco tiempo la cara amable y progresista del
Partido Popular, el ex alcalde de Madrid no se libró de la explosiva
sinceridad de Esperanza Aguirre, que no pudo contener sus bajas pasiones
al arrebatarle un puesto en la gestión de Caja Madrid. Aunque después
se disculpó y aseguró que Alberto y su madre eran dos santos sin mácula,
el improperio ha quedado grabado en la memoria colectiva. Cuando las
conversaciones privadas se convierten en escándalos públicos, gracias a
un micrófono que sigue abierto en el momento menos oportuno, las
imprecaciones adquieren la categoría de revelaciones. ¿Es realmente un
“hijoputa” Alberto Ruiz-Gallardón? ¿Se trató de un mero incidente que
aireó la conocida enemistad entre la vivaracha y procaz Esperanza y el
solemne y pinturero Alberto o, en realidad, constituye la triste
constatación de que nos gobiernan villanos y rabaneras? Si buscamos
paralelismos entre los políticos españoles y los personajes de la
factoría Disney, Esperanza Aguirre resulta una convincente Cruella de
Vil y Alberto Ruiz-Gallardón no es menos creíble como juez Frollo,
descargando el brazo de la ley sobre los más débiles y vulnerables. Al
margen de excesos verbales, está claro que entre granujas anda el juego y
que los ciudadanos –particularmente, los parados, los pobres y los
desahuciados- son las víctimas de unos políticos tan desalmados como
grotescos y malhablados.
Alberto Ruiz-Gallardón había conseguido
que casi todos olvidaran sus palabras de 1983, cuando era concejal del
Ayuntamiento de Madrid y afirmó que la obra de Ceesepe, uno de los
dibujantes más originales de la movida madrileña, era una “porquería
repugnante, pornográfica, blasfema, contraria a la moral y a la
familia”. Gregorio Peces-Barba ha contado muchas veces la anécdota que
define el verdadero talante de Alberto, hijo de José María
Ruiz-Gallardón, jurista y hombre de confianza del inmundo Manuel Fraga.
“¿Conservador yo?”, respondía José María, cuando el político del PSOE
bromeaba sobre su ideología. “Tenías que conocer a mi hijo Alberto. Ese
sí que es de derechas”. Imagino que es una simple casualidad, pero
Alberto Ruiz-Gallardón debutó como fiscal en Málaga, donde aún flota en
el aire el horror provocado por el “carnicerito” Carlos Arias Navarro,
que envío a la muerte a más de 4.300 rojos, ejerciendo de fiscal en los
consejos de guerra franquistas. No sé si Alberto respiró y se impregnó
del fervor exterminador que animaba a los tribunales de los militares
golpistas, pero después de examinar su reforma del Código Penal empiezo a
pensar que sus sueños se parecen a los de Scar: ejércitos de hienas
desfilando al paso de la oca, mientras su mirada de insufrible empollón
se embriaga con el turbio aroma del poder. Durante años, creímos que
Alberto Ruiz-Gallardón era un espíritu moderno y tolerante. Aparecía en
las cadenas televisivas con Joaquín Sabina, oficiaba bodas entre gais,
presumía de su amistad con políticos rivales, citaba a Rilke y
desplegaba una retórica elaborada y persuasiva sobre derechos y
libertades. Se sabía que era vanidoso, maniático, autoritario y
engreído, pero se le exculpaba porque algunos le consideraban un
centrista que apostaba por el diálogo y el consenso, casi un progre que
se había equivocado de partido político. Aficionado a la música culta
(es nieto de Isaac Albéniz), su melomanía sugería una sensibilidad aguda
y refinada, que esbozaba ese perfil de político humanista tan escaso en
nuestro país. En la red corría el rumor de que era un mujeriego
incurable, que realizaba incursiones en las umbrías aguas del amor
venal, y algunos señalaban que su pasión por Fraga era sospechosa, pues
se consideraba su fiel discípulo, una especie de Luke Skywalker educado
por un Yoda con camisa azul, correajes y una pistola humeante, que evoca
las muertes de Enrique Ruano, Julián Grimau, los huelguistas de
Vitoria-Gasteiz y los partidarios de Carlos Hugo asesinados en
Montejurra. Cuando Alberto hablaba con unción mística de Fraga,
asegurando que había contribuido decisivamente a la reconciliación y la
concordia, su imagen de presunto izquierdista se deformaba obscenamente,
recordando que la verdad sólo comparece en los espejos del Callejón del
Gato. De hecho, Ruiz-Gallardón siempre eludió la posibilidad de
reflejarse en su superficie cóncava y convexa, pues su cara se
transformaba en una máscara que reproducía alternativamente los rasgos
de Jorge Vestrynge, su predecesor como secretario general de Alianza
Popular, y de José Finat y Escrivá de Romaní, conde de Mayalde, alcalde
de Madrid entre 1952 y 1965 y feroz represor de la dictadura franquista.
Yerno de José Utrera Molina, abogado,
falangista y dos veces ministro con Franco, Ruiz-Gallardón se mostró
partidario de “sacar a los mendigos de la calle” durante su etapa como
alcalde de Madrid. No explicó qué haría con ellos, pero sus palabras
recordaron a las campañas de higiene social impulsadas por la antigua
ley de vagos y maleantes, que criminalizaba la pobreza y el desamparo.
Su imagen progresista empezó a tambalearse, pero lo peor aún estaba por
llegar. Su nombramiento como Ministro de Justicia del nefando gobierno
de Mariano Rajoy liquidó el ensueño de un político centrista y
conciliador. Su reforma del Código Penal refleja un espíritu
profundamente reaccionario, que oscila entre el catolicismo tridentino y
el neoliberalismo más despiadado. El nuevo texto introduce la prisión
permanente revisable (un eufemismo de la cadena perpetua) en uno de los
países de la Unión Europea con las tasas más bajas de criminalidad y una
intolerable superpoblación penitenciaria. Establece restricciones en el
aborto y la justicia gratuita, encareciendo el coste de los recursos
judiciales, lo cual margina a los sectores más desfavorecidos de la
población, sin medios económicos para litigar. Desaparece el hurto y
cualquier sustracción se convierte en delito castigado con penas de
cárcel. Robar una bolsa de pipas acarreará una condena que oscila entre
los seis y los dieciocho meses de cárcel. Ocupar una sucursal bancaria
se castigará con seis meses. Interrumpir el transporte público con dos
años. Resistirse a la autoridad con cuatro y agredir a un político con
seis. En ambos casos, podrá considerarse “atentado”. Incitar al desorden
mediante las redes sociales o publicaciones en papel, conllevará una
pena de hasta un año de prisión. No hace falta ser un lince para
apreciar que la reforma del Código Penal pretende neutralizar las
protestas ciudadanas e intimidar a las familias que cometen pequeños
hurtos para combatir la pobreza y la desnutrición. Aunque el 24% de los
niños residentes en el Estado español pasan hambre, por encima de todo
hay que proteger la propiedad privada y castigar con severidad al
progenitor que se deje arrastrar por la desesperación, apropiándose de
una caja de galletas o un cartón de leche. Por supuesto, no se aplicará
el mismo criterio con las entidades bancarias. Pese a que los bancos han
socializado sus pérdidas, obteniendo rescates millonarios a fondo
perdido con dinero público, sus exacciones no constituyen un acto
criminal, sino una simple pirueta de la economía de mercado, que exige
ciertos sacrificios para proteger a las élites financieras y
empresariales, sin las cuales no habría progreso ni prosperidad. Nadie
tiene derecho a ocupar una sucursal bancaria ni a interrumpir el
transporte público. No importa que los bancos, principales responsables
de la crisis, desahucien a familias con menores discapacitados o que el
precio del billete de metro y autobús sea intolerablemente alto en un
contexto de crisis y precariedad. Lo importante es preservar el orden
público, cueste lo que cueste. Nadie tiene derecho a increpar a los
políticos ni a protestar pacíficamente ante las jaurías de
antidisturbios, cuyos pelotazos han causado muertes injustificables
(Iñigo Cabacas) o graves lesiones (Esther Quintana perdió un ojo). Los
escraches o las manifestaciones de descontento son “puro nazismo”, según
la Cospedal y Felipe González, tartufo mayor del Reino de España. Por
eso, deben ser reprimidos sin contemplaciones. La tibieza es la antesala
de la anarquía y de la destrucción de España como unidad de destino en
lo universal.
Alberto Ruiz-Gallardón no tiene un pelo
de tonto y no ignora que cualquier sanción es insuficiente, si no afecta
a la raíz de los problemas. Está de acuerdo con Fernando Savater,
cuando el egregio filósofo asevera que la red no puede ser el “cortijo
de una vanguardia neoleninista” (Fernando Savater). Cualquier internauta
que se atreva a desafiar al poder político y económico convocando
manifestaciones o actos sediciosos, será enviado a prisión. “¡Todos a la
cárcel!”, parece ser el lema del Ministro de Justicia. Eso sí, hay que
hacer excepciones: José Antonio González Pacheco, alias “Billy el Niño” y
antiguo inspector de la Brigada Político-Social, y Jesús Muñecas, ex
guardia civil, no merecen ser encarcelados por los crímenes contra la
humanidad cometidos durante la dictadura franquista. Aunque los reclame
la justicia argentina, se debe pasar página por el bien de todos, pues
los hechos son muy antiguos y la Ley de Amnistía de 1977 eximió de toda
responsabilidad a los torturadores y asesinos del régimen. No importa
que las leyes internacionales afirmen que los delitos de genocidio no
prescriben. Hay que perdonar y olvidar. Hoy se pide la cabeza de Pacheco
y Muñecas, pero ¿no existe el riesgo de que mañana se exija la
extradición de Rodolfo Martín Villa o del propio suegro de
Ruiz-Gallardón, que el pasado 18 de julio publicó un artículo donde
sostenía que “el Alzamiento no fue un intento grosero de liquidar al
oponente, sino una necesidad imperiosa de defender a la patria”? Imagino
que los 113.000 hombres y mujeres que aún permanecen enterrados en
fosas clandestinas son el ineludible y legítimo precio de “defender a la
patria”. Alberto Ruiz-Gallardón así lo entiende, pues renovó el
marquesado a los Queipo de Llano en el aniversario del golpe de estado
de 1936. Al parecer, honrar a un genocida es un deber democrático. Es
cierto que el general Gonzalo Queipo de Llano fusiló a 3.000 rojos en
Sevilla e incitó a sus tropas a violar a las mujeres de los republicanos
(“ahora sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricas”),
pero ya se sabe que gobernar y mantener el orden público significa
“repartir dolor”, particularmente sobre los que incordian pidiendo una
sociedad justa e igualitaria.
En definitiva, ¿es un “hijoputa” Alberto
Ruiz-Gallardón? Creo que a esa pregunta debería contestar Esperanza
Aguirre, que le conoce de cerca y milita en el mismo partido. Yo me
limitaré a decir que tal vez sólo desea imitar al juez Frollo, que
incendió París para preservar el imperio de la ley. No sé hasta dónde
llegan los sueños de Alberto Ruiz-Gallardón, pero no me cuesta mucho
trabajo imaginarlo con una corona de laurel y una lira, disfrutando
desde una azotea del incendio social provocado por su reforma del Código
Penal. No es un bárbaro, sino un gran estadista, que no ha olvidado las
enseñanzas de Fraga: “¡La calle es mía!”, “Los golpistas del 23-F
estaban llenos de buena voluntad”, “Es evidente que el glorioso
alzamiento popular del 18 de julio fue uno de los más simpáticos
movimientos político-sociales de que el mundo tiene memoria”. A veces
cuerdo y a veces loco, el Ministro de Justicia no es “un bohemio ni un
soñador”, sino “un truhán” al que se le ha visto el plumero y al que en
1999 Cristina Almeida, hoy desaparecida de la escena política, acusó de
“hipócrita”, “presuntuoso”, “cínico”, “misógino” y “mala baba”. Catorce
años después, podemos afirmar que no ha cambiado un ápice.
RAFAEL NARBONA