MIGUEL ANGEL Toledano 28/01/2013
Vivimos en una civilización simultaneísta, construida sobre las pautas cinemáticas del videoclip y contraria a la cultura discursiva en la que surgieron los libros. Puede que algún día una futura generación de lectores produzca cambios que nos liberen de la actual sumisión a lo comercial, de la humillación ante los resignados administradores editoriales de un estado de cosas cada vez más cínico. Mientras tanto no puede extrañarnos que los lectores atentos y sosegados, esos a los que se refería Pedro Salinas en su intensa "Defensa de la lectura", se sientan a veces como seres anacrónicos, arrinconados no ya por personas que no leen, sino por gentes bien alfabetizadas para quienes la lectura es un ejercicio funcional que o sirve para algo concreto o no sirve para nada.
Otros, quienes leen para que ese placer no se termine nunca, no son necesariamente personas de grandes bibliotecas. A veces son gentes de algunas docenas de volúmenes. Como el Caballero del Verde Gabán, el buen hidalgo con quien se encuentra don Quijote en una de sus innúmeras aventuras y que podría constituirse en el modelo de lector que algunos quisiéramos ser, ese que basa su vida en no envidiar, no murmurar, socorrer a los afligidos y disfrutar en la conversación con los amigos, y perderse, en fin, en la lectura de esos libros, "cuáles de romance y cuáles de latín", que permitieran "escuchar con sus ojos a los muertos", como escribiera Quevedo.
Hay quienes piensan que la lectura es un sucedáneo de la vida, que leemos lo que no podemos vivir. Y, sin embargo, en la literatura alienta la vida. Y no solo esa vida que a casi nadie nos es dado vivir, sino la que se nutre de dolores y pasiones, de sueños y fracasos, de esperanzas y entusiasmo. Puede, sí, que la literatura no cubra todas nuestras expectativas vitales; pero, al menos, señala los límites de nuestra existencia, recordándonos que la plenitud está allí donde no llegan los muñones con los que apuntamos a ella.
* Profesor de Literatura
Vivimos en una civilización simultaneísta, construida sobre las pautas cinemáticas del videoclip y contraria a la cultura discursiva en la que surgieron los libros. Puede que algún día una futura generación de lectores produzca cambios que nos liberen de la actual sumisión a lo comercial, de la humillación ante los resignados administradores editoriales de un estado de cosas cada vez más cínico. Mientras tanto no puede extrañarnos que los lectores atentos y sosegados, esos a los que se refería Pedro Salinas en su intensa "Defensa de la lectura", se sientan a veces como seres anacrónicos, arrinconados no ya por personas que no leen, sino por gentes bien alfabetizadas para quienes la lectura es un ejercicio funcional que o sirve para algo concreto o no sirve para nada.
Otros, quienes leen para que ese placer no se termine nunca, no son necesariamente personas de grandes bibliotecas. A veces son gentes de algunas docenas de volúmenes. Como el Caballero del Verde Gabán, el buen hidalgo con quien se encuentra don Quijote en una de sus innúmeras aventuras y que podría constituirse en el modelo de lector que algunos quisiéramos ser, ese que basa su vida en no envidiar, no murmurar, socorrer a los afligidos y disfrutar en la conversación con los amigos, y perderse, en fin, en la lectura de esos libros, "cuáles de romance y cuáles de latín", que permitieran "escuchar con sus ojos a los muertos", como escribiera Quevedo.
Hay quienes piensan que la lectura es un sucedáneo de la vida, que leemos lo que no podemos vivir. Y, sin embargo, en la literatura alienta la vida. Y no solo esa vida que a casi nadie nos es dado vivir, sino la que se nutre de dolores y pasiones, de sueños y fracasos, de esperanzas y entusiasmo. Puede, sí, que la literatura no cubra todas nuestras expectativas vitales; pero, al menos, señala los límites de nuestra existencia, recordándonos que la plenitud está allí donde no llegan los muñones con los que apuntamos a ella.
* Profesor de Literatura