MIGUEL ANGEL Toledano 08/10/2012
El oficio de escritor es modesto y molesto. En verdad y en esencia se trata nada más que de mirar atentamente a nuestro alrededor y contar bien lo que hemos visto. Nada menos. La escritura nace de un deseo de deslumbramiento y afirmación propios, de una infinita curiosidad, de un deseo infinito y no es nunca una respuesta, es siempre una pregunta. Escribir es una apuesta, una aventura donde una gran parte del trabajo escapa a la voluntad del autor, adquiriendo significados que sobrepasan sus intenciones originarias.
La fase más ardua del proceso de escribir es esa especie de barrido, de vaciamiento del yo nuestro en el mundo de los demás que se traduce en una especie de espera vigilante, constantemente atenta y alerta. Y ya en ese estado, no escribir sería no ver, no querer ver, porque la escritura deja siempre una huella limpia: si no llega a haber revelación, al menos queda el emotivo cansancio del camino recorrido en una dimensión distinta a la ordinaria. Escribir es también, por tanto, hablar del error, de la pérdida: la derrota es una implosión hacia adentro y posee una extraordinaria calidad estética. También su carga ética es considerable: un logro ofrece una respuesta única y banal; un error, en cambio, plantea infinidad de preguntas y, en cierta forma, enriquece. La derrota marca siempre la frontera entre el vencido y el cobarde. Nuevos errores enriquecen el mundo. Digo escritura y hablo de esa tentación cuyo nombre conoces, esa fiebre, la lenta gota de arena de un corazón contra el miedo, lo que lloraré junto a la palabra cuerpo y el gesto de la desnudez. Nada más difícil para el escritor que llegar a ser como uno era, sin mediar renuncias, sin dejar de hablar con uno mismo cuando se habla ante los demás.
* Profesor de Literatura