MIGUEL ANGEL Toledano 03/09/2012
Es maravilloso poder escribir aún con el mar delante de ti. Playas, largos paseos solitarios, un pedazo de pan, una tableta de chocolate y un libro en la mochila me hacen volver a los primeros baños adolescentes, a aquellos primeros contactos fugaces o furtivos a pleno aire, a pleno sol, muy lejos de la mirada de los adultos. En verano algo se mueve muy adentro, en lo más hondo, entre mares de hastío y desesperanza y nos conduce inexorablemente, a través de las oscuras frondas del deseo, hasta el descubrimiento del mar.
Lo descubrimos de nuevo cada año cuando menos lo esperamos, sobrecogiéndonos. Y es que nos place cumplir el rito y obedecer a la fiebre, a la voz poderosa del agua que nos reclama y a donde acude nuestro corazón como balandro en uno de esos desatinos a los que nos lanza ya la primera juventud. En el instante preciso en que el sol emerge rojo de las aguas, nosotros obedecemos a nuestro más secreto deseo. Una ansiosa laxitud impone a nuestros movimientos un ritmo de cámara lenta, y el aire es salobre y ese olor a salitre que nos impregna la piel se adhiere a los huesos, reconfortándolos.
Somos entonces como almas cansadas de errar que vuelven siempre a los misterios de nuestra naturaleza para volver al mar, tocar la arena con los pies desnudos y entrar lentamente hasta sentir ese extraño abrazo de las aguas, líquido útero marino, que nos envuelven acogiéndonos. Y yo sigo aquí ahora con los ojos entrecerrados, húmedos los párpados, y es tan delicioso el sol y el sabor a sal entre los labios y el entrechocar de las olas y los cuerpos desnudos... Anochece y el mar borra en la arena las huellas de los amantes separados bajo una mirada febril, extrañamente fija, y atiendo el deseo de la canción de las olas que vuelven, y me entrego a la magnitud intolerable y dolorosa, inabarcable, de la propia soledad.
* Profesor de Literatura