viernes, 4 de noviembre de 2016

ANGELOS

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Todavía hoy, cincuenta años después, me pregunto por qué Rafael Vila necesitaba un ayudante cuando él solo podía llenar de ángeles las iglesias y capillas de todo el país: ángeles de la guarda, ángeles de Yavhé, querubines, arcángeles, serafines… las tropas íntegras del Ejército celestial. También ángeles comunes, gente corriente que llamaba su atención: clientes, vecinos, parientes, amigos que perpetuaba en los numerosos frescos por encargo que pintó a lo largo de su vida, disfrazados de ángeles o demonios, según su juicio. Su arte era inagotable, incomprensible, ajeno a todos los criterios que regían nuestras vidas de posgue­rra.
Tratar hoy día de abarcar y analizar el conjunto de su obra, es imposible. Muchas capillas de entonces, mayormente de colegios, se han trans­formado en otros espacios: teatros, aulas, salones de actos, patios de recreo… Muchos de sus frescos se han perdido para siempre sin que nadie les diera significación alguna. Eran recientes, provincianos, casi anónimos, carentes de valor para unas generaciones arrastradas por la modernidad. He estudiado su obra durante años, he hablado con personas que lo estimaron, familiares y amigos que lo olvidaron, tomado miles de notas y realizado muchos viajes, y he concluido al fin que Rafael Vila, el pintor de ángeles, era algo más que un genio. Ciertamente no necesitaba ayudantes. Quizás buscaba solo un testigo de lo que él sabía que iba a ocurrir, alguien que testimoniara ante el mundo la grandeza de lo inefable, la sencillez inverosímil de los milagros.
Rafael Vila Campoamor llegó al pueblo cuando yo era un niño, poco después de las hambrunas, con una maleta llena de pinceles y una chispa en los ojos semejante a una luz en el fondo de un lago celeste. Yo apenas sabía leer, pero aún recuerdo el letrero de su maleta, recostada en el zócalo de azulejos del colegio, junto al banco de madera donde se sentó con su ayudante: “Rafael Vila Campoa­mor, pintor de frescos”. Me miró de arriba abajo y me sonrió, y ya no volví a verlo hasta un mes después, subido en el andamio, pintando ángeles en el techo de la capilla, suspendido en el vacío, como un querubín sin alas. Su ayudante, tam­bién en el andamio, perfilaba los dibujos. Por las tardes, como la capilla estaba abierta, la gente acudía a ver las pinturas y se maravillaba de que un hombre tan bajito estuviera dotado de esa habilidad, como si la estatura del artista fuera directamente proporcional a la grandeza de su obra. “Hay que ver” susurraban, “qué misterio, qué misterio…”. Y efectiva­mente, Rafael Vila era un misterio. Al caer la noche paseaba por el pueblo hablando con los vecinos, preguntando intimidades, esculcando en la vida de los muertos, explicando en las tabernas la técnica de pintar ángeles. Y era capaz de beber todo el vino que le echaran en el vaso.
Mi padre regentaba entonces una taberna en el centro del pueblo y yo escuchaba atentamente sus historias, pues Rafael Vila conocía al dedillo la vida privada y pública de todos los ángeles del mundo, y las contaba como quien cuenta la vida de un amigo íntimo, con indiscreto secretismo. Me cautivaba en particular la historia del Ángel de Yavhé, que mi padre le hacía repetir a menudo, un ángel que solo hacía cosas buenas y que un día, de buenas a primeras, castigó a Israel con la peste por culpa de David, empeñado en censar a todo el pueblo. Mi padre no entendía, ni yo tampoco, la gravedad de aquel pecado del censo, y un día se lo preguntó al cura, cliente de confianza, que no pudo justificar el acto pero confirmó su veracidad. Desde entonces mi padre y yo creímos a pies juntillas los cuen­tos de ángeles de Rafael Vila Campoamor, quien pintó en la capilla del colegio al ángel de Yavhé pasando la mano por la cabeza de otro ángel que era mi padre, con una túnica azul y unas alas como de murciélago, igual que los ángeles del Tríptico Portinari, de Van der Goes. Mi padre con la cabeza gacha, sus arrugas en la frente y su piel rosada de borrachín pueblerino. Un retrato, casi una caricatura, que ahora contemplo con la impotencia de conocer su destino.
Era una costumbre, una especie de rito o recurso artístico de Rafael Vila: en todos sus frescos representaba los rostros de gente cercana. En la capi­lla, sobre el altar, está dibujado el cura párroco, con unas alas platea­das, detrás de mi padre, y ambos componen un conjunto de figuras que representa la revelación del nacimiento de Juan Bautista a su padre Zacarías, en medio del olivar que en aquel tiempo crecía tras la tapia del colegio, con los carrizos del arroyo y los estorninos moteando el horizonte. También está el director del colegio, sin gafas, rodeado de queru­bines, y entre esos querubines estoy yo con una especie de breviario en una mano y una pluma en la otra, como dejando testimonio escrito de la anunciación.
En los frescos de la capilla, numerosísimos, hay otros muchos pasajes donde aparecen ángeles de rostros muy humanos. Son seguramente vecinos que no recuerdo. Representan escenas variadas, ajenas a los pasajes bíblicos conocidos, y deben guardar alguna relación con el destino de este pueblo o de su protagonistas, pero desconozco las claves, el capricho de Rafael Vila Campoamor, las palabras que oyó en su día, lo que leyó en los ojos de aquellos ángeles cotidianos, mortales, que hoy revisten sus frescos de un realismo sobrecogedor. La capilla del colegio fue la última que Rafael Vila pintó en su vida. Es la más rica de todas las conocidas, y precisamente por eso puede entrañar revelaciones significativas, enigmas inexplicables de su propia vida, tal vez la clave de su misteriosa desaparición, pues él mismo aparece dibujado entre las nubes, en el mejor autorretrato suyo que he visto.
Yo era un niño cuando se originó en el pueblo aquel revuelo, seis o siete años tan solo, de forma que no recuerdo los sucesos de los días previos a la desaparición de Rafael Vila, ni sus últimos dibujos, que sospecho son la clave para adivinar su paradero. Su ayudante, que murió en Barce­lona recientemente, sostuvo su primera versión de los hechos hasta el último día de su vida, es decir, que Rafael Vila nunca llegó al suelo al caer del andamio, que primero sintió un grito, lo vio precipi­tarse al vacío y un segundo después lo vio escapar volando por los ventanales de la capilla, hacia el sur, sin despedirse ni volver el rostro. Así de contundente. Esa misma exposición la mantuvo en el colegio, ante el pueblo, en el cuartel de la Guardia Civil, frente a su propia familia y en el hospital donde estuvo recluido cinco años, esperando que los médicos de nervios volvieran a confiar en su estado mental, y así consta en los documentos de la Guardia Civil y en los expedientes médicos del sanatorio.
Nadie creyó jamás la histo­ria descabellada de aquel hombre sencillo, salvo yo. Todo el mundo imaginó lo más fácil, que Rafael Vila Campoamor decidió un día romper bruscamente con el pasado, quizás por miedo a su familia, al entorno social o a los criterios morales de una época demasiado severa con las debilidades del amor, y se admitió desde el primer momento la hipótesis de una fuga con una mujer desconocida a la que achacaron una desaparición, casi un secuestro, que nunca fue. Sin embargo, como sugiere el informe de la Guardia Civil, es anormal que la fuga se produjera antes de cobrar un trabajo que prácticamente había concluido. Pudo esperar un día más y escapar con dinero sufi­ciente para vivir meses en cualquier lugar.
Hasta yo mismo, con el tiempo, llegué a creer en la fuga de Rafael Vila, y a punto estuve de olvidarlo para siempre, arrastrado por las premuras de la realidad y los mandatos de la propia vida, y en la adolescencia, Campoamor, el pintor de ángeles, me pareció una sombra de la memoria, una simple fantasía de la niñez, un espejismo famélico de mis quimeras infantiles. Un niño puede ver lo inexistente, creer hechos ilusorios, imaginar el mun­do a su antojo. Eso pensé en mi juventud, lejos del pueblo, cuando el frío de la ciudad se cernía sobre mi presente congelando los recuerdos.
Y pasaron años antes de volver a pensar en serio en Rafael Vila Campoamor. Volví a hacerlo poco después de mi matri­monio. De viaje por los pueblos perdidos de España, entré en una capilla pequeña, sin mérito alguno, y en los frescos de la pared me reconocí en un querubín vestido de blanco que anotaba algo en un libro. A su lado, un serafín purificaba los labios del Profeta con un carbón encendido. Tenía seis alas, como todos los serafines, pero su rostro era el de Rafael Vila Campoamor, bastante más joven que cuando lo vi por primera vez, treinta años atrás, en el patio del colegio. Hice muchas preguntas y efectivamente los frescos fueron obra de Campoamor, un lustro antes de mi nacimien­to.
Resultado de imagen de asmodeoDesde aquel día investigué su vida con delirio. Razonablemente acomodado, gasté fortunas recorriendo el país. Localicé a sus hijos, a su mujer, a sus hermanas, a su ayudante, a varios parientes, a amigos de la infancia, a vecinos que lo trataron y a clientes a quie­nes pintó capillas y restauró iglesias. Logré hacerme con fotografías, artículos de prensa, cartas personales, bocetos de sus frescos e incluso con su maleta de trabajo, que dormía olvidada en casa de su nieta, como el cofre de un fantasma atormentado, como el recuerdo de alguien impronunciable, maldito, que un día mortificó sin razón a sus seres queridos. En el interior, nada significativo; en el exterior, la misma leyenda que llamó mi atención cuando era un niño. Durante un año estudié la información recopilada y volví a recorrer España tras la estela de Rafael Vila, como un astrólogo tras un cometa, anotando los lugares de paso, las consecuencias de sus huellas, las posibles interpretaciones de sus frescos en relación con el entorno donde los pintó. Me hospedaba en los pueblos, preguntaba a la gente, fotografiaba el pasado, escuchaba crónicas y luego las analizaba junto a las pinturas, intentando relacionarlas con la historia del lugar o con el destino de la gente que rodeó a Campoa­mor.
Eso hice durante una década, y desentrañé misterios que pon­drían la carne de gallina y darían para escribir un libro, e incluso, estoy convencido, para descifrar, si su obra permaneciera intacta, el futuro inmediato del mundo. En uno de los pueblos visitados, por ejemplo, aparecía pintado en un fresco el demonio Azazel, en medio de un erial semejante al desierto, bajo un sol sanguinoso que achicharraba los olivos, todo en un entorno abstruso, como en algu­nas pinturas de El Bosco. El diablo Azazel, barbipungente, ojizaino, cabizmordido, como abrasado por la culpa, aparecía vestido de negro, con un descortezador en la mano y rodeado de inocentes muertos, un diablo asombrosamente real que resultó ser Sebastián Martínez Avilés, vecino del lugar, quien descortezaba alcornoques para hacer tapones de corcho y quince años después asesinó a tres niñas con sus útiles de trabajo. Hallé fotografías del criminal en las hemerotecas de la ciudad y es idéntico al del fresco de Rafael Vila Campoamor, con quien discutió acaloradamente en una taberna, dicen los testigos, por causas que nadie recuerda. El pintor de ángeles se había anticipado quince años a los hechos.
Estoy seguro de que esa capilla oculta más profecías escondidas, pues es casi una iglesia y los frescos se multipli­can en techos y paredes. Las tres jerarquías de ángeles, cada una con sus tres coros, están presentes allí: serafines, querubines, tronos, dominaciones, potestades, virtudes, principados, arcángeles y ángeles, se mueven libremente en escenas chocantes parecidas a pasajes bíblicos que no resistirían un serio estudio teológico porque guardan en realidad muy poca relación con las escrituras.
En el norte hallé otra capilla pintada por Rafael Vila Campoa­mor, también muy rica, pero en un deplorable estado de conservación tras el abandono del colegio por los salesianos, a quienes se debe el encargo de los frescos. En ella aparece pintada la única hija de Rafael Vila, en la misma posición y con idéntica ropa que la Inmaculada de Zurbarán, como si fuera efectivamente la Virgen, y tras ella se distingue claramente la figura de su primer marido, a quien pintó Campoamor como al demonio Asmodeo, que gozaba torturando a las mujeres, según afirma Tobías en su libro bíblico. Efectivamente, el yerno de Rafael Vila era un hombre cruel como pocos, enfermo de celos, despiadado, casi sádico. Clara Vila lo abandonó una tarde de otoño, por sorpresa, tras recibir una paliza de la que tardó semanas en curar. Años después, Clara Vila casó con otro hombre, que también aparece en el mismo fresco y a quien aguarda un destino feliz, según he concluido tras analizar las escenas que lo rodean.
Y así podría citar muchos ejemplos más, de ésta y de otras capillas que he estudiado con detenimiento. Pero la más inquietante de todas sus obras es la última, la que pintó en la de mi colegio, a punto de transformarse ahora en salón de actos. “Si los frescos fueran antiguos” dicen los responsables, “a lo mejor valdría la pena conservarlos, pero siendo tan modernos…”. Cincuenta años no es nada en la historia del mundo, un simple pestañeo en los ojos infinitos de Dios. Unos ángeles de cincuenta años, tan planos, tan desnutridos de colores como los de Rafael Vila, carecen de valor. Pero he sacado cientos de fotos, las paredes de mi habitación están forradas con los ángeles de Campoamor: Rafael Vila, su ayudante, mi padre, el director del colegio, vecinos irreconocibles y remotos… Todos están allí, mirándome con sus ojos de papel, aguardando que alguien revele el paradero de su creador.
Es increíble que un hombre pueda caer de un andamio sin llegar jamás al suelo. El misterio que envuelve su accidente es el mismo que envuelve sus profecías, llevo media vida pensando en ello. He estudiado al detalle el ventanal de la capilla por donde escapó volando y no tiene nada de particular, salvo la evidencia de su anchura, que permite salir a un hombre con los brazos abiertos. La abertura por donde huyó, la mayor de las siete que iluminan la estancia, está sobre el altar mayor y es ciertamente la única que no presenta obstáculos desde ningún ángulo. He medido cuidadosamente los planos, he fabricado maquetas a escala y he concluido que Rafael Vila Campoamor, en su caída, solo pudo esca­par por donde lo hizo y de la forma en que su ayudante dijo, es decir, describiendo una ligera curvatura en un ángulo de 45º hacia el sur, como una avioneta arrepentida de tomar tierra, pero si efectivamente fue así, ¿por qué nadie lo vio sobrevolar el pueblo? Recuerdo perfectamente aquella mañana. Los niños más pequeños jugaban en el patio, exacta­mente bajo la ventana por donde huyó, y ninguno lo vio hacerlo.
Lo sé porque en aquella época, durante el recreo, me encantaba entrar en la capilla y ocultarme tras las columnas para ver a Rafael Vila pintar los ángeles desde el andamio. Me parecía increíble que un hombre dibujara con tanta destreza bajo el único dictado de su imaginación, y pasaba el tiempo del recreo hipnotizado por sus pinceles. La mañana del suceso también lo hice, para mi desgracia, y ya nunca pude olvidar a Cam­poamor, el pintor de ángeles, porque yo también lo vi volar como una mariposa, pero entonces era un niño y nadie hubiera creído la historia de un niño que vio a un hombre volar como una mariposa. Yo mismo no imaginaba entonces que los hombres pudieran volar o que los ángeles se vistieran de personas, y durante muchos años preferí creer en las alucinaciones solo porque era más cómodo para mi razón, pero el día que me reconocí pintado en los frescos de Rafael Vila, escribiendo en un breviario, con pequeñas alas en la espalda, supe que Campoamor me había elegido como testigo de su hazaña, que conocía su destino y el mío desde muchos años antes. A medida que envejezco pienso más en Rafael Vila y lamento amargamente que su obra muera por carecer de valor histórico o artístico. También sueño con volar algún día como él lo hizo, al fin y al cabo me dibujó con alas en la espalda mucho antes de mi nacimiento.
JOSE ANTONIO ILLANES

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