Miguel Ángel Toledano
Estoy recordando con insistencia durante las últimas semanas esa sabia costumbre de los ríos de morir en el agua. Esa realidad que nos hace recordar la belleza del transcurso permanente de las aguas, de aquellas, de estas aguas, modificando constantemente el cauce y las riberas, aunque den la impresión de que apenas si logran ser algo más que una corriente destinada a no estancarse, a avanzar en una dirección y proseguir hasta abrirse al final en un abanico fluvial temblando entre la salinidad de otras aguas más profundas. No es así de simple, claro. Esa es tan sólo la superficie. Apenas nada sabemos de lo que vive y crece y muere abajo y hacia los lados, en profundidad. Algo parecido ocurre, creo, en la Ciencia: a veces la memoria de algo que aún no existe, pero que sabemos que existe, desemboca en fértiles hallazgos que nos harán ser, ya a partir de entonces, seres más cercanos a la claridad y la incertidumbre.
Acabo de leerlo en un magnífico texto divulgativo de Javier Sampedro: un siglo de neurología ha demostrado, más allá de toda duda razonable, que el cerebro está compuesto por decenas o centenares de módulos especializados. No es una sorpresa en ese sentido que el comportamiento agresivo o amoroso resida en un lugar u otro de su anatomía cerebral. Pero la mayoría de las cosas que importan a la vida, y a nuestra especie, son funciones complejas. Entender un chiste, por ejemplo, requiere los módulos de la fonética, la morfología, la sintaxis, la semántica o el entendimiento abstracto, además de una interacción constructiva entre el hemisferio racional y el intuitivo.
No puede dejar de admirarnos, y de sorprendernos al mismo tiempo, ese trabajo lento, preciso, paciente y constante de tantos investigadores vocacionales que, con su trabajo generalmente anónimo para la inmensísima mayoría, logran alcanzar la localización nítida, la precisa ingeniería de circuitos y simples neurotransmisores de manual de química orgánica que está detrás de dos comportamientos tan importantes como la agresividad o el amor paternal. Las contribuciones de los machos al cuidado de la cría son muy variables, dependiendo de la especie y de la experiencia del animal. Las neuronas implicadas son tan pocas que muy bien podrían caber en el cerebro de un insecto. Y su regulación directa por las feromonas parece implicar una naturaleza casi robótica, o casi determinista, de la violencia y la preocupación por el prójimo: unos comportamientos que, en nuestra especie, no dudaríamos en calificar de morales, o de moralmente relevantes. Un misterio la regulación del comportamiento por el entorno, como esa sabia costumbre de los ríos de morir en el agua o en el aire.
En presencia de una cría, un macho puede mostrar indiferencia, pero la norma es un ataque físico al joven. Y todo esto cambia después del sexo, cuando el comportamiento del macho conmuta al cuidado paternal.
* Profesor de Literatura
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