MIGUEL ANGEL Toledano 20/01/2014
Existen tardes nubladas que nos sorprenden con los rubores de un sol de invierno que ha aprendido a declinar en las venas y los campos; tardes en las que el sentimiento y la obsesión --ese cordón de la soledad-- nos ocupa y nos derriba, sienta plaza en nuestras cuerpos y, lo más peligroso, nos interroga y nos alumbra. Y es entonces cuando compruebas que los renglones de la vida se estrechan, las letras y las imágenes se suceden y comprendes que también existe el hueco imposible, ese espacio que nunca compartimos, y, al mismo tiempo, el placentero recurso de andar solos, de contar la vida poblando de historias y sueños las hojas tibias del dolor, que tanto me recuerdan tus muslos y tu espalda.
Por ellos navegué durante tanto tiempo, en ellos aprendí tantas cosas nuevas y extrañas, tanto golpe de mar, que parece imposible intentar alejarme así, de pronto, como quien tira la luz por la ventana, como quien se despuebla de golpe de todo futuro o esperanza. Uno de los problemas ortográficos de la vida es no saber un punto final, escribiste en mi cuaderno una noche de caballos, y yo no borré tus palabras, las guardé como un golpe de sol en los ojos de un ciego. Y conservé la esperanza de no tener que volver a releerlas nunca más, porque, ¿quién cruzará de un salto las aguas del olvido sin sentir cómo quema en la carne la mirada de un día, la caricia de un día, las sábanas de un día, los cuerpos oferentes y estremecidos, los relatos del gozo al amanecer?
Llevo algunos días pensando en ello. Lo terrible no es la casa, la calle sola, el andén como un reto, los trenes que perdimos. Lo terrible no es tan siquiera el dolor, el deseo. Lo que duele, vuelve y zarandea es que ya solo quede la posibilidad de recurrir a la vida a través de un punto final, de un golpe jerárquico de sombra. Y, aunque tal vez suene a blasfemia o maldición, he de confesar que, tras el aprendizaje luminoso de la vida, a pesar de esta, de todas las distancias insalvables, seguiré ofreciendo mis ruinas, mi fragilidad, ante tus ojos. Y ofrezco, por ejemplo, algunas páginas manchadas de tinta y el color y el polvo de algunos libros. Ofrezco también lo que puede quererse tras la muerte, lo que queda del amor mientras corremos a derramarnos antes de que la tarde expire. Y estas palabras absurdas que buscan la naturalidad en la escritura y hablan de los cuerpos temblorosos e invisibles y reclaman la magia desesperada de la vida.
* Profesor de Literatura
Existen tardes nubladas que nos sorprenden con los rubores de un sol de invierno que ha aprendido a declinar en las venas y los campos; tardes en las que el sentimiento y la obsesión --ese cordón de la soledad-- nos ocupa y nos derriba, sienta plaza en nuestras cuerpos y, lo más peligroso, nos interroga y nos alumbra. Y es entonces cuando compruebas que los renglones de la vida se estrechan, las letras y las imágenes se suceden y comprendes que también existe el hueco imposible, ese espacio que nunca compartimos, y, al mismo tiempo, el placentero recurso de andar solos, de contar la vida poblando de historias y sueños las hojas tibias del dolor, que tanto me recuerdan tus muslos y tu espalda.
Por ellos navegué durante tanto tiempo, en ellos aprendí tantas cosas nuevas y extrañas, tanto golpe de mar, que parece imposible intentar alejarme así, de pronto, como quien tira la luz por la ventana, como quien se despuebla de golpe de todo futuro o esperanza. Uno de los problemas ortográficos de la vida es no saber un punto final, escribiste en mi cuaderno una noche de caballos, y yo no borré tus palabras, las guardé como un golpe de sol en los ojos de un ciego. Y conservé la esperanza de no tener que volver a releerlas nunca más, porque, ¿quién cruzará de un salto las aguas del olvido sin sentir cómo quema en la carne la mirada de un día, la caricia de un día, las sábanas de un día, los cuerpos oferentes y estremecidos, los relatos del gozo al amanecer?
Llevo algunos días pensando en ello. Lo terrible no es la casa, la calle sola, el andén como un reto, los trenes que perdimos. Lo terrible no es tan siquiera el dolor, el deseo. Lo que duele, vuelve y zarandea es que ya solo quede la posibilidad de recurrir a la vida a través de un punto final, de un golpe jerárquico de sombra. Y, aunque tal vez suene a blasfemia o maldición, he de confesar que, tras el aprendizaje luminoso de la vida, a pesar de esta, de todas las distancias insalvables, seguiré ofreciendo mis ruinas, mi fragilidad, ante tus ojos. Y ofrezco, por ejemplo, algunas páginas manchadas de tinta y el color y el polvo de algunos libros. Ofrezco también lo que puede quererse tras la muerte, lo que queda del amor mientras corremos a derramarnos antes de que la tarde expire. Y estas palabras absurdas que buscan la naturalidad en la escritura y hablan de los cuerpos temblorosos e invisibles y reclaman la magia desesperada de la vida.
* Profesor de Literatura