Miguel Ángel Toledano. Profesor de Literatura 15/04/2013
Teníamos en común muchas razones para la vida, me dijo. Ambos buscábamos a arañazos una difícil felicidad, pero la historia nos entibió la niñez con una herida ahora sabemos que terminal, una herida de esas que nos convierten en eternos convalecientes, porque podemos acostumbrarnos a vivir con ella, pero nadie vendrá a salvarnos nunca de ese costurón perpetuo. El lo escribió maravillosamente: "Ahora veo el almendro tembloroso. Las ramas oreaban el aire sobre mi piel. Y allá la madre; un libro; rotos pedazos de mi vida". Desde siempre anduvimos tocando una terrible realidad con nuestros dedos asustados, ansiando despertar algún día para descubrir que todo había sido solo un mal sueño.
Tus ojos acuciantes eran una pregunta constante. Y esa pregunta honda estaba llena de sabiduría, de humanidad. Tus versos quisieron siempre poblar la ausencia, esa tristeza antigua. Era un verdadero poeta José Agustín. La sonrisa, la risa, las palabras, el alcohol, las putas, los amigos, el placer, el amor, el amor, y hasta la depresión eran en Goytisolo formas del verso. ¿Cómo no iba a escribir del vacío, de la desnudez y del miedo, y de toda enfermedad es incurable, y del litio, si su obsesión era la curación de la vida? Vivir. Vivir del lado de los vivos siempre, entrañable, viejo y cansado rey mendigo que, por mucho que lo abrigasen, no lograba entrar en calor.
Recuerdo aquella luminosa mañana en Barcelona. Habíamos quedado en su casa, calle de Mariano Cubí, toda llena de grabados y dibujos en el suelo y las paredes blancas y desnudas. Al lado Julia, su hija, y su mujer, Asunción Carandell, sonreía mientras bajábamos al bar para hablar largamente. Y hasta en las evocaciones más dolorosas, cuando la voz le temblaba y la mirada, cuando aparecía algún tiempo oscuro, él hallaba la razón para regresar y sonreír; con mucha ironía, es cierto, pero lleno de sabiduría, de una ternura definitiva. Hoy te digo: No estés triste, José Agustín. Han pasado los años, pero conservamos intactos tus palabras y tu risa. Nos acompañan tus ojos, tus poemas, tus canciones, y, con ellos, abriremos hoy de nuevo la hermosa luz de los días hermosos. No te pongas triste. Vive. Seamos hombres. Aún nos queda tiempo, amigo, vive y sé feliz muchos años todavía.
Teníamos en común muchas razones para la vida, me dijo. Ambos buscábamos a arañazos una difícil felicidad, pero la historia nos entibió la niñez con una herida ahora sabemos que terminal, una herida de esas que nos convierten en eternos convalecientes, porque podemos acostumbrarnos a vivir con ella, pero nadie vendrá a salvarnos nunca de ese costurón perpetuo. El lo escribió maravillosamente: "Ahora veo el almendro tembloroso. Las ramas oreaban el aire sobre mi piel. Y allá la madre; un libro; rotos pedazos de mi vida". Desde siempre anduvimos tocando una terrible realidad con nuestros dedos asustados, ansiando despertar algún día para descubrir que todo había sido solo un mal sueño.
Tus ojos acuciantes eran una pregunta constante. Y esa pregunta honda estaba llena de sabiduría, de humanidad. Tus versos quisieron siempre poblar la ausencia, esa tristeza antigua. Era un verdadero poeta José Agustín. La sonrisa, la risa, las palabras, el alcohol, las putas, los amigos, el placer, el amor, el amor, y hasta la depresión eran en Goytisolo formas del verso. ¿Cómo no iba a escribir del vacío, de la desnudez y del miedo, y de toda enfermedad es incurable, y del litio, si su obsesión era la curación de la vida? Vivir. Vivir del lado de los vivos siempre, entrañable, viejo y cansado rey mendigo que, por mucho que lo abrigasen, no lograba entrar en calor.
Recuerdo aquella luminosa mañana en Barcelona. Habíamos quedado en su casa, calle de Mariano Cubí, toda llena de grabados y dibujos en el suelo y las paredes blancas y desnudas. Al lado Julia, su hija, y su mujer, Asunción Carandell, sonreía mientras bajábamos al bar para hablar largamente. Y hasta en las evocaciones más dolorosas, cuando la voz le temblaba y la mirada, cuando aparecía algún tiempo oscuro, él hallaba la razón para regresar y sonreír; con mucha ironía, es cierto, pero lleno de sabiduría, de una ternura definitiva. Hoy te digo: No estés triste, José Agustín. Han pasado los años, pero conservamos intactos tus palabras y tu risa. Nos acompañan tus ojos, tus poemas, tus canciones, y, con ellos, abriremos hoy de nuevo la hermosa luz de los días hermosos. No te pongas triste. Vive. Seamos hombres. Aún nos queda tiempo, amigo, vive y sé feliz muchos años todavía.