Miguel Ángel Toledano. Profesor de Literatura 22/04/2013
Dice Miguel de Cervantes, en el Prólogo de su queridísimo "Persiles", que toda escritura es un viaje
deslumbrante hacia los hombres discretos. Con esa indicación el autor del Quijote no sólo nos aclara, sino que nos ofrece el quehacer de un hombre. Porque eso es, en esencia y expresado con total claridad, la literatura: "un viaje misterioso hacia los hombres discretos". A lo largo de los años, no he dejado de interesarme por los puntos de orientación y apoyo en los que se funda el deseo de convertir en palabras los sentimientos y emociones de la vida, de reflexionar sobre lo que significa la literatura, lo que se persigue con ella, las aspiraciones y anhelos que empujan a escribir y a leer, las sensibilidades, los espíritus afines que nos enseñan, nos sostienen y acompañan, las obras escritas, al fin y al cabo, por personas de carne y hueso como nosotros, saber algo más sobre lo que tales personas pensaron y dijeron sobre el trabajo de escribir, este extraño oficio de arrancarle a la vida sus secretos. Un placer tal vez sólo superado por el que produce la maravillosa experiencia de leer.
Ambos actos --escribir, leer-- van unidos en un proceso de secreto y desvelamiento. Porque el destino del secreto literario es su desvelamiento. Así son los secretos: cuando los textos construidos desde la sintaxis de la vida más íntima del escritor, que ha puesto y expuesto mucho de sí mismo, llegan hasta los demás, hasta el lector, entonces, se produce el verdadero desvelamiento de la vida. Soledad Puértolas escribió hace tiempo un breve y luminoso relato cuyo protagonista es un soldado que, convaleciente de sus heridas, accede de forma inesperada al descubrimiento de la belleza en los cuerpos de dos jóvenes que se aman ante sus ojos. Gozaban. Y sufrían por la albada. En realidad no importa tanto en qué consista la belleza ni quiénes nos hayan dado la oportunidad de contemplarla, sino el hecho de haberla descubierto y vivido. El soldado de ese relato queda enmudecido para siempre, con su propia vida iluminándole el alma, sin necesidad ya de pronunciar palabra alguna. Tal vez si a todos nos fuese dada una revelación así de poderosa y deslumbrante, enmudeceríamos como él. Otros sentimos la necesidad de expresar los destellos fragmentarios de la belleza que intuimos o logramos, aunque sin olvidar que vivir, gozar, es la experiencia primordial.
Dice Miguel de Cervantes, en el Prólogo de su queridísimo "Persiles", que toda escritura es un viaje
deslumbrante hacia los hombres discretos. Con esa indicación el autor del Quijote no sólo nos aclara, sino que nos ofrece el quehacer de un hombre. Porque eso es, en esencia y expresado con total claridad, la literatura: "un viaje misterioso hacia los hombres discretos". A lo largo de los años, no he dejado de interesarme por los puntos de orientación y apoyo en los que se funda el deseo de convertir en palabras los sentimientos y emociones de la vida, de reflexionar sobre lo que significa la literatura, lo que se persigue con ella, las aspiraciones y anhelos que empujan a escribir y a leer, las sensibilidades, los espíritus afines que nos enseñan, nos sostienen y acompañan, las obras escritas, al fin y al cabo, por personas de carne y hueso como nosotros, saber algo más sobre lo que tales personas pensaron y dijeron sobre el trabajo de escribir, este extraño oficio de arrancarle a la vida sus secretos. Un placer tal vez sólo superado por el que produce la maravillosa experiencia de leer.
Ambos actos --escribir, leer-- van unidos en un proceso de secreto y desvelamiento. Porque el destino del secreto literario es su desvelamiento. Así son los secretos: cuando los textos construidos desde la sintaxis de la vida más íntima del escritor, que ha puesto y expuesto mucho de sí mismo, llegan hasta los demás, hasta el lector, entonces, se produce el verdadero desvelamiento de la vida. Soledad Puértolas escribió hace tiempo un breve y luminoso relato cuyo protagonista es un soldado que, convaleciente de sus heridas, accede de forma inesperada al descubrimiento de la belleza en los cuerpos de dos jóvenes que se aman ante sus ojos. Gozaban. Y sufrían por la albada. En realidad no importa tanto en qué consista la belleza ni quiénes nos hayan dado la oportunidad de contemplarla, sino el hecho de haberla descubierto y vivido. El soldado de ese relato queda enmudecido para siempre, con su propia vida iluminándole el alma, sin necesidad ya de pronunciar palabra alguna. Tal vez si a todos nos fuese dada una revelación así de poderosa y deslumbrante, enmudeceríamos como él. Otros sentimos la necesidad de expresar los destellos fragmentarios de la belleza que intuimos o logramos, aunque sin olvidar que vivir, gozar, es la experiencia primordial.