Miguel Ángel Toledano. Profesor de Literatura 01/04/2013
Hoy he vuelto a sentir la punzada de ese sueño que a veces llega en noches de fiebre. No tengo memoria para recordar este horizonte, el mismo de hace tan solo una semana y tan distinto, tan ajeno. Espero unos instantes y vuelvo a recordar las calles, la entrada de la cafetería, el quiosco de prensa, los aparcamientos ahora desiertos. Las calles lentas, los sonidos amortiguados, como si, tras el estruendo y despertar de los sentidos, alguien hubiese apagado el sonido. No tiene nada de extraño que, en este escenario de distancia, recuerde hoy a un viejo amigo. Aquel que siempre me recordaba que tuviese cuidado con las palabras y, mientras nos embarcábamos en nuevos sueños, me iba explicando el nombre exacto de las cosas.
Alguien a quien los varetazos de la vida, del amor, las contradicciones y la intensidad han llevado hasta un escepticismo lúcido. Un amigo mayor. Un hombre inteligente y sembrado de dudas que, cuando se aproxima a todo lo que afecta a los sentimientos de los hombres, se preocupa por quedarse a cierta distancia. Mañana en la batalla, fiebre. Y no por cobardía o resignación: es una prudencia teñida de consideración y de respeto, de sano relativismo. Por ello siente pavor a la intromisión, una reserva activa ante las certezas absolutas y acude frecuentemente al silencio. Pero sabe que, a pesar de todo, las palabras deben fluir, como el lenguaje de la música.
Y quizás ahí, en las palabras y la música, hayamos coincidido desde siempre como en un lugar de encuentro, donde la amistad ha ido creciendo hasta convertirse en una extensión de la memoria y de la imaginación, en refugio de los sentimientos y la inteligencia. Fiebre y lanza. Para casi todos los disfrutes necesitamos la complicidad de alguien. También en los pasajes secretos hay días, meses nublados.
Ojalá comiencen a abrirse pronto los días para mostrarnos otro tiempo de mañanas limpias, donde los espacios de la amistad no se mueran de frío. Porque siempre es gratificante, es necesario recordar y compartir la luz de cada uno, equilibrar el carácter y la dignidad de las personas con la pluralidad de sus intereses, destilar la amistad como si se tratase de un Kairós memorable, sin condiciones.
Hoy he vuelto a sentir la punzada de ese sueño que a veces llega en noches de fiebre. No tengo memoria para recordar este horizonte, el mismo de hace tan solo una semana y tan distinto, tan ajeno. Espero unos instantes y vuelvo a recordar las calles, la entrada de la cafetería, el quiosco de prensa, los aparcamientos ahora desiertos. Las calles lentas, los sonidos amortiguados, como si, tras el estruendo y despertar de los sentidos, alguien hubiese apagado el sonido. No tiene nada de extraño que, en este escenario de distancia, recuerde hoy a un viejo amigo. Aquel que siempre me recordaba que tuviese cuidado con las palabras y, mientras nos embarcábamos en nuevos sueños, me iba explicando el nombre exacto de las cosas.
Alguien a quien los varetazos de la vida, del amor, las contradicciones y la intensidad han llevado hasta un escepticismo lúcido. Un amigo mayor. Un hombre inteligente y sembrado de dudas que, cuando se aproxima a todo lo que afecta a los sentimientos de los hombres, se preocupa por quedarse a cierta distancia. Mañana en la batalla, fiebre. Y no por cobardía o resignación: es una prudencia teñida de consideración y de respeto, de sano relativismo. Por ello siente pavor a la intromisión, una reserva activa ante las certezas absolutas y acude frecuentemente al silencio. Pero sabe que, a pesar de todo, las palabras deben fluir, como el lenguaje de la música.
Y quizás ahí, en las palabras y la música, hayamos coincidido desde siempre como en un lugar de encuentro, donde la amistad ha ido creciendo hasta convertirse en una extensión de la memoria y de la imaginación, en refugio de los sentimientos y la inteligencia. Fiebre y lanza. Para casi todos los disfrutes necesitamos la complicidad de alguien. También en los pasajes secretos hay días, meses nublados.
Ojalá comiencen a abrirse pronto los días para mostrarnos otro tiempo de mañanas limpias, donde los espacios de la amistad no se mueran de frío. Porque siempre es gratificante, es necesario recordar y compartir la luz de cada uno, equilibrar el carácter y la dignidad de las personas con la pluralidad de sus intereses, destilar la amistad como si se tratase de un Kairós memorable, sin condiciones.