MIGUEL ANGEL Toledano 10/09/2012
El poeta no retiene lo que descubre;
una vez transcrito, lo pierde enseguida. "El verso cae como la brasa y
se deshace", decía René Chard. La música, en cambio, permanece. Aunque
las relaciones entre ambas sean mucho mayores de lo que pudiéramos
imaginar: la poesía viene de la moussiké griega, y toda música
es un recuerdo, una nostalgia viva. Por eso nos evoca creativamente, nos
devuelve a la memoria fragmentos, edades, etapas completas de momentos
muy significativos de nuestra vida. La música, además, posee una
cualidad esencial: no sólo puede llegar a ser una experiencia
transcendental para quienes la interpretan, sino para quien la escucha y
la siente compartiendo esa experiencia íntima e intransferible que
unirá ya para siempre al músico con el público. La música nos penetra,
nos envuelve, va formando parte de la totalidad de nuestra vida y,
cuando va pasando el tiempo, percibimos que es algo ya nuestro desde
hace mucho, que estuvo y estará ahí siempre, ajena a las irrelevantes
modas o tendencias, a veces tan incesantes y frívolas. Algo se remueve
dentro de nosotros cuando escuchamos una canción, una obra, que forma
parte de la fibra más sensible y espiritual de nuestra alma. Es lo que
se experimenta cuando se contempla una obra de arte. La escultura, la
pintura, por ejemplo, son la poesía y la música sin palabras ni sonidos.
El verano es una época especialmente propicia para la música, porque
nos permite interpretarla o escucharla en espacios abiertos, al aire
libre, junto a otras personas y bajo las estrellas. Asistimos a un
concierto y volvemos a disfrutar de las melodías que se han quedado en
ese espacio de la piel y la memoria donde uno conserva las sintonías más
hermosas. La música nos penetra. Tal vez en eso residen su novedad, su
infinito y su peligro.
* Profesor de Literatura