Agosto, al amanecer, es como una fina lámina de brisa que acaricia nuestros cuerpos, aún inertes, y nos invita a descubrir las veladuras íntimas de la imaginación, los sueños que permanecen tras nuestros párpados traslúcidos. La mañana se abre difusa y el principio es transformar lo horizontal en verticalidad y prepararnos para salir. Y, efectivamente, salimos a la calle, que aún conserva parte del frescor de la madrugada, y escuchamos la voz de las gentes ya en su afán de cada día. Y extendemos la mirada en este verano caluroso y desnudo, lleno de imágenes cegadoras que amplifican la claridad obligándonos a entornar los ojos.
A veces alguien te ofrece un café con leche en la cafetería de la acera, y abres el diario de la mañana y ya todo comienza abrirse entre sus páginas. Más tarde, alguien te sonríe en el supermercado o en el centro médico y oyes al que bajo los párpados de lino del verano es la voz ronca del vendedor ambulante. Más tarde, tomas un libro entre las manos y compruebas que ya no eres quien eras. Oyes una noticia ridícula en la radio y apagas definitivamente la televisión. Durante la siesta sueñas imágenes que rompen la barrera que separa la realidad de la intimidad, escuchas tus propias palabras y eso te produce un inmenso escalofrío, mientras alguien desde muy lejos te escribe con pasión. El sol ya no es la luz, es un fulgor de grados asesinos que te enerva y nos ciega. Hasta que llega la noche y el resplandor se va diluyendo bajo tolerancia y resbala como caricia por la piel como el agua de la ducha, que nos invita a salir de nuevo --dulce locura-- encuentro con los demás entre la mirada, el tacto, entre palabras y amigos. Y el mundo se atenúa y estiliza sus texturas y desaparece, precipitándose la luz en el espacio abierto entre dos pensamientos y cierto vaciamiento. El ámbito de la ausencia.
* Profesor de Literatura