Olivia Carballar
/ 14 abr 2014
El
parte donde se da cuenta de la protesta de José Sucilla López por la
poca cantidad de comida. Fue fusilado el 5 de septiembre de 1936.
Luis Callado, 42 kilos. Antonio Bernabé, 45 kilos. Gabriel Arévalo,
49 kilos. Miguel Castro, 44 kilos. José Ferrer, 45 kilos. Manuel García,
46 kilos. Es lo que pesaban, cuando salieron en libertad, estos hombres
de entre 1,70 y 1,75 metros de altura encarcelados en la Prisión
Provincial de Sevilla, donde murieron 494 presos entre 1936 y 1954. La
mayoría de las muertes, 428, se produjeron en el llamado año del hambre.
Son los datos recopilados por el historiador José María García Márquez,
que ha reconstruido la historia de la cárcel sevillana a partir de los
expedientes acumulados en el fondo documental del Archivo Histórico
Provincial.
La prisión fue concebida como un proyecto moderno y funcional durante
la República, con capacidad para unas 400 personas. Las celdas contaban
con ventanas amplias, había talleres y, algo insólito en la época, agua
caliente, duchas y piscina. En el periodo republicano, la media de
ingresos osciló entre los 300 y 350 reclusos. Los primeros que entraron,
320 hombres, procedían de la antigua cárcel del Pópulo. “El traslado se
hizo en 8 grupos de 40″, especifica García Márquez. “Allí se cometían
delitos que chocaban al principio con los cambios que originó la
República, comportamientos viciados como los malos tratos, los
rapados…”, añade el historiador. Aquello conllevó protestas de los
presos y hasta el asesinato del entonces director de la cárcel,
Salustiano Avezuela Martín, que fue sustituido por Siro López Alonso
hasta diciembre de 1938, cuando descubrieron que tenía antecedentes
republicanos. Hasta 1936, el número total de ingresos ascendió a 10.161.
Después del 18 de julio de 1936, lo que había sido pensado como
una prisión ajustada a los derechos humanos se convirtió en un lugar de
hacinamiento, asesinatos, torturas y hambre.
La Prisión Provincial de Sevilla.
Solo cinco días después de la sublevación, la cárcel se desbordó: de
los 320 presos que había en ese momento pasó a 1.438, tres veces más de
su capacidad. Es el cambio más evidente que trajo, según el historiador,
el golpe de estado. Pero hubo más. El 19 de julio, por orden expresa de
Queipo de Llano, fueron excarcelados 47 falangistas, 23 de ellos a
disposición judicial. Y ese mismo día ingresaron 184 detenidos, entre
ellos José María Valera, el último gobernador republicano. “Desde el
primer día se comenzó a subvertir la legalidad penitenciaria”, denuncia
García Márquez.
“Desde el primer día se comenzó a subvertir la legalidad penitenciaria”, denuncia García Márquez
Los presos dejaron de protestar acallados por las torturas o,
directamente, el asesinato. El mismo día 20 mataron a Manuel Fuentes por
asomarse a la celda. A José Sucilla López también lo fusilaron. Había
protestado por la poca cantidad de comida, cuenta el historiador a modo
de ejemplo: “Según la memoria de Siro López, entre el 36 y el 38,
salieron en sacas por orden militar 1.039 detenidos. Para ser
ejecutados, por sentencias de consejos de guerra, 528. En la misma
cárcel fueron ejecutados a garrote vil 25 personas, una de ellas una
mujer”.
Ana París tenía 38 años, una hija de cinco y un hijo de tres. Su
marido estaba huido. Lideró la sección de mujeres de la UGT en el pueblo
donde vivía, La Roda de Andalucía. Fue juzgada en consejo de guerra,
condenada a muerte en 1937 y estrangulada en la Prisión Provincial el 5
de febrero de 1938: “Se había ordenado a la celadora del departamento de
reclusas que en la tarde anterior cortaran los cabellos a la mujer que
había de ser ejecutada en la mañana siguiente, procurando dejar el
cuello completamente despejado y libre de todo pelo. Como quiera que
dicho corte no se realizó en la forma ordenada y debida, al colocar el
verdugo el corbatín en el cuello de la condenada y manipular el
torniquete, se enredó éste en los cabellos impidiendo la muerte
fulminante como debía ser en funcionamiento normal,
obligando al
ejecutor a volver a colocar mejor el aparato, levantando bien los
cabellos que estorbaban y consumándose así la ejecución, tras los
naturales momentos de angustia de la víctima y del nerviosismo de los
asistentes”. El horror llegó hasta el final. “¡Peligroso!”, se
podía leer, escrito a mano, sobre algunos expedientes. “Los impresos se
acabaron pronto”, detalla García Márquez.
Diez días después del golpe, el 28, fue habilitado en la orilla del
Guadalquivir el barco Cabo Carvoeiro como prisión flotante, dependiente
de la prisión provincial -conocida como cárcel de Ranilla por la
asimilación al lenguaje popular del cercano arroyo con el mismo nombre-.
“Sólo se conserva una parte de la documentación que se generó en el
barco, aunque no el registro de entradas y salidas”, añade el
historiador.
No había lugares suficientes en la ciudad para
recluir a tantas personas. Comenzó a funcionar la comisaría, que llenó
todos sus calabozos; se habilitó el cine Jáuregui, donde de forma
permanente hubo “algo más de 200 presos”, y el cine Lumbreras, que
funcionó hasta el 14 de septiembre del 36; la comisaría de la calle
Jesús fue destinada exclusivamente a mujeres. Según García
Márquez, el mayor soporte fue la prisión militar de la Plaza de España:
“Hubo presos hasta en la azotea de Capitanía”. Más de 200 presos aún
permanecían allí cuando fue desalojada en enero del 37. Se desconoce el
número total. La Delegación de Orden Público, en la calle Jesús del Gran
Poder, puesta en marcha a partir del 20 de agosto del 36 fue el centro
neurálgico del control de entradas y salidas.
“Los informes negativos de los capellanes tenían un peso fundamental”, aclara el historiador
Aun así, tampoco fue suficiente. Llegaron los campos de
concentración: Las Arenas, en la Algaba, el Cortijo Caballero, en
Guillena, Los Remedios y Guadaíra. Los presos y las presas aceptaron
trabajos de todo tipo a cambio de una mejor alimentación. 50 mujeres
confeccionaron 4.200 chalecos para el Ejército en menos de dos meses.
El hacinamiento -entre 1939 y 1940, los presos, mientras dormían, se
daban la vuelta a la vez- vino acompañado de una reducción drástica del
alimento, haciendo responsable de ello a los familiares, con lo que el
final de los presos procedentes de pueblos lejanos estaba más que
cantado: muertos de hambre. La causa oficial del fallecimiento,
sin embargo, eran enfermedades como la tuberculosis, incluso en algún
caso, como explica García Márquez, en el que el propio parte médico
recogía el corte de la vena del antebrazo.
El fondo documental también conserva pruebas de la reeducación
religiosa a la que fueron sometidas estas personas. “Los informes
negativos de los capellanes tenían un peso fundamental”, aclara el
historiador. Y de ellos dependía sobre todo la libertad condicional de
los presos. En un certificado consultado por García Márquez, el capellán
Manuel Fuentes calificaba así la cultura religiosa de un preso:
“Mínima”. Es la reconstrucción de aquellos días de hacinamientos,
torturas y hambre de una cárcel de la que hoy sólo queda la fachada.