"La luna lo veía y se tapaba / por no fijar su mirada
 / en el libro, en la cruz / y en la Star ya descargada. / Más negro que
 la noche / menos negro que su alma / cura verdugo de Ocaña".
Estos versos anónimo escritos por presos republicanos de la cárcel de Ocaña en 1941 bajo la supervisión de Miguel Hernández,
 según relató el militante comunista Miguel Nuñez en sus memorias,
  es el único documento escrito que da fe de los crímenes cometidos por 
“el cura verdugo de Ocaña”, tal y como los reos le bautizaron. Se 
trataba del capellán del penal de esta localidad toledana, también 
conocido entre los familiares de los reclusos como el 
“cura asesino”. Un religioso entre cuyas funciones se encontraba dar el tiro de gracia a los republicanos condenados a muerte.
“Todos
 sabíamos que era el cura. Participaba en las palizas y después gustaba 
de coger su pistola y dar el último disparo. Pero poco sabíamos de él. 
No se dejaba ver por el pueblo y un buen día desapareció de la prisión.
 Ni siquiera recuerdo su nombre”, cuenta a 
Público
 Teófilo Fernández, de 75 años. Su abuelo, de quien heredó el nombre, 
fue fusilado el 8 de julio de 1939 por “el gran delito de pertenecer a 
Juventudes Comunistas”. 
En la memoria de este hombre, sin 
embargo, sí ha quedado marcada una imagen: la de decenas de presos 
caminando desde el penal hasta el cementerio en mitad de la noche. En 
una larga y profusa fila. 
Presos cabizbajos seguidos de una camioneta militar.
 Los registros dan fe de que una noche llegaron a ser 57 los fusilados. 
“A veces, cuando eran pocos, iban todos en la camioneta”, recuerda. 
Después llegaba el silencio más absoluto y, por último, el ruido de una 
ametralladora que los verdugos apoyaban sobre un montón de piedras.
Los registros recogen hasta 57 fusilamientos en una noche También
 recuerda Teófilo las mañanas en las que acompañaba a su madre al 
cementerio para poner flores a la fosa común donde descansan los restos 
de su padre. Las tres fosas del pequeño cementerio permanecieron 
abiertas hasta 1945 y él, siendo un niño de 5 años, podía ver 
los cuerpos de los fusilados comidos por la cal. Entre ellos, el de su progenitor
Otros
 días, llegar hasta la fosa se hacía imposible. “Muchas veces tuvimos 
que salir corriendo y escondernos en cualquier lugar cuando íbamos al 
cementerio. 
Las familias de derechas nos señalaban, nos
 insultaban y temíamos que nos mataran”, señala este hombre. El miedo no
 es de extrañar. Además de su abuelo, murieron otros tres familiares 
fusilados en el penal.
1.300 fusilados
Sólo en Ocaña, un 
pueblo de apenas 11.000 habitantes de la provincia de Toledo, se 
registraron entre 1939 y 1959, fecha del último fusilamiento, 1.300 
víctimas de la represión franquista. En su pequeño cementerio se 
concentran tres fosas comunes. La mayoría murieron fusilados, pero un 
gran número de ellos lo hicieron
 enfermos dentro de la prisión.
 La Asociación de Familiares de Ejecutados en la Cárcel de Ocaña, tras 
examinar los registros del penal, señala que en invierno la lista de 
fallecidos aumentaba considerablemente debido a las penosas condiciones 
de vida a las que estaban sometidos los presos. En muchos casos los 
verdugos ni siquiera necesitaban balas para cometer sus crímenes. 
“Hemos encontrado varias 
partidas de defunción de bebés,
 que morían en la cárcel. Era habitual que las presas tuvieran allí a 
sus hijos. De hecho, conozco un caso escalofriante”, narra Carmen Díaz, 
vicepresidenta de la asociación. “Una presa fue condenada a muerte pero 
tenía un bebé en edad de lactancia. Las monjas permitieron que la presa 
continuara con vida hasta que el bebé cumplió dos años. Entonces, se lo 
quitaron de los brazos y la fusilaron. El bebe fue abandonado entre los 
matojos, aunque me consta que logró sobrevivir”, cuenta esta mujer, cuya
 historia familiar no es menos  trágica.
“En el penal de Ocaña conocí lo más duro para un condenado a muerte: la soledad", detalla Marcos Ana
Su abuelo murió en la prisión tras ser juzgado tres veces:
 una para condenarle a muerte, otra para conmutarle la pena por 30 años 
de prisión y, finalmente, una última ocasión, en la propia cárcel, para 
condenarlo de nuevo a muerte. La sentencia fue ejecutada inmediatamente 
sin avisar a los familiares. “Sospechamos que el último juicio fue un 
fraude ya que no aparece en ningún registro. Simplemente, querían verlo 
muerto”, cuenta a 
Público Carmen.
Marcos Ana y Hernández
La
 cárcel de Ocaña ha pasado a la historia como uno de los símbolos de la 
represión franquista. Tanto por el alto número de fusilados como por el 
nombre de los presos que albergó. Entre sus barrotes estuvieron Miguel 
Hernández y el poeta Marcos Ana en el año 1940-41, el primero, y a 
partir de 1944, el segundo. A pesar de la breve estancia de Hernández en
 la prisión, 
su figura se ha transmitido en la historia oral de los familiares de las víctimas.
“Siempre se ha contado que Miguel Hernández 
enseñaba a leer y a escribir
 a los presos republicanos y que, a escondidas de los guardias, 
organizaba clases de poesía. El poema de El cura verdugo surgió de esas 
clases”, asegura Julián Ramos, cuyo abuelo fue fusilado en el cementerio
 de Ocaña por ser el alcalde socialista de San Bartolomé de las Abiertas
 (Toledo).
La versión de Julián del poema fue corroborada por el 
militante comunista Miguel Nuñez, fallecido en 2008, quien estuvo preso 
en el mismo municipio en aquellos años y relató este episodio en sus 
memorias. No obstante, este diario no ha podido corroborar la autoría 
del poema tras consultar biógrafos y expertos de la vida y obra de 
Hernández.
Marcos Ana, el reo político que pasó más tiempo en las 
cárceles franquistas (23 años), describió para el documental ‘Memoria 
Viva’ las condiciones de vida del penal de Ocaña, donde estuvo preso 
hasta 1946.
“En el penal de Ocaña conocí lo más duro para un condenado a muerte:
 la soledad.
 Me llevaron a una pequeña celda, de unos dos metros de largo y tan 
estrecha que con los brazos en cruz tocaba las paredes. Una puerta de 
hierro, un retrete en un rincón, un colchón de esparto y un pequeño y 
alto tragaluz enrejado iban a formar mi nuevo universo. 
Nos dejaban salir al patio dos veces al día,
 una hora por la mañana y otra por la tarde”, detalla el poeta, que 
añade que el momento más triste del día era el atardecer, cuando se 
despedían unos de otros “sin saber si aquél sería el último abrazo”. 
 
 
Poema íntegro
Muy de mañana, aún de noche,
Antes de tocar diana,
Como presagio funesto
Cruzó el patio la sotana.
¡Más negro, más, que la noche
Menos negro que su alma
El cura verdugo de Ocaña!
Llegó al pabellón de celdas,Allí oímos sus pisadas
Y los cerrojos lanzaron
Agudos gritos de alarma.
“¡Valor, hijos míos,
que así Dios lo manda!”
Cobarde y cínico al tiempo
Tras los civiles se guarda,
¡Más negro, más, que la noche
Menos negro que su alma
El cura verdugo de Ocaña!
Los civiles temblorososLes ataron por la espalda
Para no ver aquellos ojos
Que mordían, que abrasaban.
Camino de Yepes van,
Gigantes de un pueblo heroico,
Camino de Yepes van.
Su vida ofrendan a España,
Una canción en los labios
Con la que besan la Patria.
El cura marcha detrás,
Ensuciando la mañana.
¡Más negro, más, que la noche
Menos negro que su alma
El cura verdugo de Ocaña!
Diecisiete disparosTaladraron la mañana
Y fueron en nuestros pechos
Otras tantas puñaladas.
Los pájaros lugareños
Que sus plumas alisaban,
Se escondieron en los nidos
Suspendiendo su alborada.
La Luna lo veía y se tapaba
Por no fijar su mirada
En el libro, en la cruz
Y en la “star” ya descargada.
¡Más negro, más, que la noche
Menos negro que su alma
El cura verdugo de Ocaña!