MIGUEL ANGEL Toledano 31/12/2012
Tal vez exista una tendencia inevitable a
suavizar en el recuerdo la vida. De manera especial cuando nos atenaza
el presente. Cuando lo que nos está ocurriendo ahora no es lo que
habríamos deseado; cuando nos encontramos cansados para hallar los
colores secretos de los años futuros. Pero, no importa, todos los años,
todas las promesas son iguales. Lo piensa mientras observa el enorme
calendario colgado junto al frigorífico. La taza de café humea entre sus
dedos, se sienta en el sofá y mira la bandeja de los dulces, casi
repleta, y comprueba cómo diciembre, aunque gastado y resistiéndose,
avanza ya inexorable hacia la última noche con sus pasos de gacela. Sin
embargo la mañana ha amanecido turbia y algo más fría que de costumbre.
Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana. Y
ella ha descorrido las cortinas mientras se acaricia el cabello lacio,
sin peinar aún, y observa la tarde que se abre ardiendo ante sus ojos.
Alguien recoge las hojas caídas de los árboles y las introduce en
grandes sacos, despejando la acera de enfrente. Mira el móvil y recuerda
que la última jornada ha sido dura: entró ayer en el turno de tarde y,
al acabar, siguió de guardia durante toda la noche. Esta mañana ha
podido dormir unas horas y ahora comienza a despejarse mientras sujeta
la taza de café.
El talante del día invita a estar más que a ser.
Algo hay de oro gastado en este día. Clarea. El viento ha barrido las
nubes y el cielo tiene la nítida transparencia de las tardes gélidas del
invierno. Entre los automóviles unos muchachos abrigándose intentan
protegerse de ese viento filoso que hace temblar, girar el arañado plato
de la luna. Las farolas emboscan más que alumbran. Tal vez quisieras
que tus pasos te alejasen sin acercarte a nada. Te asomas a la noche y
nada. El tiempo es la belleza resistiendo a punto de marcharse, en fuga
ya entre los árboles. Un hilo iluminado transita por tu acera. Se van de
ti las hojas de los días. Anochece.
* Profesor de Literatura